¿Mi casa propia, mi obsesión?

 

 


 Perth 5 de Agosto del 2024.

Perth 5 de Agosto del 2024.

Creo que el sueño más recurrente que he tenido en mi vida ha tenido como protagonista a la casita de enfrente a la de mis abuelos en La Salada.

Fue mi primer hogar, aunque estuvo muy lejos de ser un "hogar”.

Desde chica sentí esa falta, un lugar que sea hogar es importante, es algo que da identidad, estabilidad, seguridad, que ayuda a crear las bases de una vida, es eso que uno añora, recuerda con cariño.

Lamentablemente no fue mi caso.

Cuando nací mis padres vivían en la casita de enfrente a la de la Abuela Filomena. La Tía Irene había sido super amable y les había prestado esa casa a mis viejos. La construcción había sido unos años atrás, parte de las inversiones que hicieron los tanos en La Salada después de que mi Abuela decidiera instalarse ahí.

La casita era amplia, desde mis ojos de pequeña, con dos dormitorios, un comedor, una cocina y un baño.

Tenía un patio trasero en el que no hacíamos prácticamente nada más que tender ropa. Yo solía hacer pis también ahí, en la tierra, ya que el baño estaba casi permanentemente fuera de servicio.

Mi papá era "constructor" y como bien dice el dicho "en casa de herrero, cuchillo de palo".

La casa se iba cayendo por el abandono de años, pero sobre todo por la mala relación que tenían mis padres.

Un hogar se cuida, se mantiene, se embellece. Ya para ese entonces la doble vida de mi viejo era algo aceptado por todos, dos mujeres, dos familias, dos casas y ninguna de la que hacerse cargo.

Se excusaba con hacer cualquier arreglo, modificación o mejora porque "la otra me va a pedir lo mismo" y él no podía afrontarlo. Los otros también vivían mal, nadie salió indemne de nuestra historia.

Volviendo a la casita de enfrente, lo que yo viví ahí sólo fueron penurias.

En lo que respecta al baño nosotros no teníamos agua caliente. La ducha estaba, pero era agua fría sin opciones.

El inodoro casi nunca podía usarse ya que no funcionaba el tirar agua a través de apretar un botón y entonces todo quedaba ahí, sin irse a ningún lado.

El lavabo era algo así como “mirame y no me toques”, se empezó a inclinar la pileta ya que se iban aflojando los agarres a la pared, hasta que corrió riesgo de caerse por completo. Antes de eso mis padres le pusieron un banquito de madera que lo sostenía chueco.

Por suerte mis abuelos vivían enfrente y como en aquel entonces las puertas de la mayoría de las casas siempre permanecían abiertas, el baño de ellos no me quedaba tan lejos.

Igual pensar en el “baño diario” era una utopía. 

La cocina era otro lugar inhabitable.

Sin agua caliente, obviamente, y sin horno, sólo unas hornallas a garrafa que era lo común, y lo sigue siendo porque a La Salada no llegó el gas de red.

No había lugar de guardado de vajilla y ni siquiera recuerdo que tipo de platos o cubiertos usábamos.

La heladera no cabía en esa cocina así que ocupaba su lugar de honor en el comedor que sólo estaba conformado por una mesa con algunas sillas.

De tanto en tanto papá nos traía un televisor usado.

Una vez uno de ellos explotó. Era de esos televisores de antes. Todo quedó cubierto de un hollín oloroso. Yo estaba en 7mo grado. Mi guardapolvo estaba colgado en un barral que pretendía separar el comedor de la entrada al baño. Quedó negro y al día siguiente, yo que era abanderada de un acto en la escuela, no tenía que ponerme. La maestra hizo que una compañera me prestara el suyo. Otra vez la vergüenza.

Las habitaciones tampoco escapaban al deterioro.

En la que dormía mi mamá había una cama de dos plazas y un placard, el único.

En la que dormía yo había dos camas individuales.

Las goteras del techo hacían que tuviera que mover mi cama para evitarlas.

No recuerdo nada lindo de ese tiempo, sólo incomodidades, peleas, angustias ya que había que andar atrás de mi viejo para que nos diera algo de plata para comer, para comprar las cosas necesarias diarias, para los útiles de la escuela, en fin, para todo.

Desde chica aprendí que a mi papá siempre tenía que pedirle el doble de lo que necesitaba porque siempre me daba la mitad de lo que le pedía. Y eso que tampoco podía exagerar en el pedido ¡!.

No recuerdo nada lindo de esa casa, no recuerdo que algo me hiciera sentir feliz. Mi estabilidad pendía de un hilo, dependía de cómo iba la relación entre mis padres día a día.

Nada era fácil en esa casa. Jamás se me hubiera ocurrido invitar a nadie que perteneciera a mi ámbito escolar.

Yo iba a la escuela en la Ciudad de Buenos Aires y eso hacia incompatible cualquier tipo de intercambio.

Alguna vez vino una compañera a visitarme.

Todavía me produce vergüenza recordarlo.

Mi papá nos repetía la frase de “Yo en dos meses hago una casa”.

Soñé con esa casa años hasta que entendí que eso nunca iba a pasarme. 

A los 14 años una desgracia familiar pareció haberme dado derecho a un poco de comodidad.

Luego entendí que esto no iba a ser tan así.

Lo descubriría en poco tiempo.

Mi abuelo falleció en 1982 y a mis 14 años se me asignó para ir a dormir junto a mi abuela Filomena.

Compartíamos habitación.

Ella había pasado de su cama matrimonial a dos camas individuales debido a la enfermedad de mi Abuelo, cáncer de vejiga.

Cuando yo llegué a dormir a esa cama todavía el colchón estaba recubierto por el plástico protector para evitar que las “pérdidas” lo mojaran.

Mi Abuela fue una mujer excepcional en muchos sentidos, pero el tener que compartir con ella este espacio, ella con 76 años y yo con 14, fue algo muy difícil.

Ella tenía sus costumbres, la escupidera debajo de la cama era un clásico, sus horarios para acostarse y levantarse y otras tantas hicieron de ese tiempo algo en cierta medida insufrible.

Era lindo que me trajera un matecito a la cama, pero hubiera preferido a mis 14 años dormir en una habitación hasta con mis hermanos a tener que compartirla con ella.

Luego por los clásicos quilombetes familiares mi mamá y mis hermanos, Ale y Vanesa, se terminaron mudando a la casa de la Abuela también.

El conflicto se hizo permanente. El que nos echaran se volvió un clásico de las discusiones familiares. No sólo nos quería echar mi papá, sino que a este reclamo se sumaba mi Tía que me exigía que me fuera y que seguro luego los demás me seguirían. 15 años tenía cuando querían que me buscara otro lugar para vivir y me llevara a mis hermanos y a mi mamá.

Mi refugio era el estudio, me dediqué a estar entre las mejores de la clase, yo quería liberarme de esta carga y la única salida para mi era mi propio trabajo.

Mis primos sanjuaninos fueron de gran ayuda, quizás sin saberlo. Me sirvieron como ejemplo de lo que se podía lograr con el esfuerzo personal y decidí que esa sería mi estrategia.

Pasó un poco ese tsunami familiar y gracias a otra desgracia mi comodidad pareció mejorar.

Las inundaciones en La Salada eran cada vez más frecuentes.

La cantidad de gente aumentaba en la zona, así como la basura, y la falta de limpieza y de mantenimiento de los arroyos hacía que casi con cualquier lluvia nos inundáramos.

La familia decidió que la Abuela Filomena ya no estaba en edad de seguir sufriendo estos embates de la naturaleza y le construyó un departamentito ínfimo, pero fuera de peligro, sobre el garaje.

Así la pieza de la Abuela se transformó en mi pieza, pero tuve que compartirla con Vanesa. 10 años de diferencia no hacían fácil la convivencia tampoco, pero era preferible a mi situación anterior. Ahora yo podía poner las reglas.

Igual todo seguía siendo “provisorio”. No era mi espacio, era el que conservaba por esa lucha permanente con los mayores.

La Salada se seguía viniendo abajo, cada vez mas gente, cada vez más inseguridad, drogas, barro y las inundaciones que ya eran como mínimo un par de veces por año.

Trabajaba en el Ministerio de Economía, iba a la facultad de Ciencias Económicas y volvía a La Salada, después de un viaje en el 32 que empezó a alargarse debido a la cantidad de nuevos “vecinos”.

Por eso cuando pude mudarme a capital la primera vez en mi vida, me aferré a eso con uñas y dientes. No me salió bien la jugada ya que era el departamento de mi novio del momento que, después de que nada funcionara, me terminó echando, y con razón.

Ahí, después de haber experimentado las bondades de estar en un lugar completamente diferente del que yo venía, empezó mi lucha por mudarme por mis propios medios.

Mi papá repetía, como el pájaro pica-sesos, el clásico de “alquilar es tirar la plata”.

Pero me mudé igual, sin su bendición.

Primer departamento alquilado en Junín 237, un contrafrente de dos ambientes donde tenia unos lujos como: agua caliente, calefacción con una estufa a gas, un inodoro que funcionaba, teléfono por primera vez en mi vida (tenía 25 años) y estaba en un tercer piso así que no corría riesgos de inundación.

Esa libertad instantánea, pagando 450 dólares mensuales, me dejó un poco desubicada, tanto que tardé mucho tiempo en hacer de ese espacio "mi espacio". Al principio compré lo necesario, un colchón, una mesa y sillas. Pasó casi un año hasta que me compré la cama donde poner el colchón y otras cosas como una biblioteca que le dieron una imagen más completa.

Solía decir que vivía como una refugiada, aunque esa idea todavía no era tan común como lo es ahora.

Después me mudé en el mismo piso, pero al frente, fueron dos años de soportar los ruidos de la calle, pero igual mucho mejor que estar en La Salada.

Luego con mi novio del momento compramos un departamento en Bulnes al 700.

33 metros cuadrados cubiertos, pero era el paraíso para mí.

Piso 10, con un balcón terraza no tan grande pero lo suficiente como para disfrutarlo. ¡¡¡Acá ya me compré hasta un sillón y un lavarropas!!!

De ahí me fui a vivir con Fabian a su dos ambientes en la Avenida Independencia, todo en orden como suele garantizar él. Ya no pasaba frio ni calor, me podía bañar con agua caliente, todo era nuevo y reluciente y además estábamos más que enamorados. El paraíso. 

Como ya teníamos nuestros años, sabíamos que íbamos a seguir juntos el resto de nuestras vidas y que íbamos a tener hijos compramos un tres ambientes en la misma torre, pero a los 5 meses ya sabíamos que nos íbamos a vivir a Francia.

Desde que salí de Argentina he vivido en casas de alquiler. Francia, Nigeria, Australia, Francia y Australia otra vez. Ya pasaron 22 años de esta vida itinerante.

He vivido muy cómoda, sin pasar necesidades, con la vida resuelta, pero siempre de paso, siempre sabiendo que ese no era mi lugar definitivo.

Hoy, después de todos estos años, no tengo mi propia casa donde disfrutar cada rincón, darles un espacio a mis recuerdos, poder invitar a mis amigas/amigos y sentir que ese es mi lugar, una casa que sea a mi gusto, en la que me sienta cómoda, desde donde poder ver lo que quiero ver a través las ventanas, salir a caminar y sentir que por fin tengo raíces.

Y ya tengo 56 años.

Eso a veces me pone triste porque es como si esa nena que fui estuviera todavía deseando tener la casa que tanto soñó cuando las goteras la hacían mover la cama o cuando tenía que correr más de 50 metros para llegar al baño.

Otras veces mi mirada cambia y lo veo como haber vivido una libertad que no muchos tienen.

Pero lo cierto es que esa necesidad que tenía de chica, en la casita de enfrente, es la misma que siento hoy y me gustaría poder concretar este sueño.

Quiero una casa luminosa, con espacios generosos para estar y compartir, quiero plantar árboles y flores y quiero tener un quincho donde disfrutar de una parrilla argentina. En lo posible también quiero ver el mar, que forme parte de mi vida diaria con sus colores, su movimiento y su música.

¿Se me concederá el deseo?

Ojalá (palabra que mi papá me decía que venía de Oh Alá)

Cynthia

 

PD: La casita de enfrente es un lugar al que me hubiera gustado volver a entrar, ver con mi mirada de adulta, pero lamentablemente nunca voy a poder, a pesar de que sigue estando dentro de la familia, ya que mi papá decidió que esa casa le perteneciera a Claudia, su hija mayor con su otra señora.

Esa decisión que tomó mi viejo hizo que mi mamá no quisiera estar más ahí. Además de que era un lugar lleno de incomodidades resulta que ahora la dueña era la hija que mi papá había tenido con otra mujer. 

Luego, Claudia decidió que esa casa se la pasaría a sus dos hermanas, Natalia y Lorena.

Hace muchos años, quizás más de 30, un ex empleado de mi papá se presentó en diciembre. Volvía del Chaco con su señora y una beba recién nacida, pidiendo ayuda porque no tenía un lugar para vivir.

Mi papá, que siempre fue muy generoso fuera de la familia, le ofreció la casita de enfrente ya que estaba deshabitada.

Hoy esa familia sigue viviendo en la casa y además alega que es suya!

Años de juicio de desalojo que nunca tuvieron una resolución, esa es la justicia argentina.

Yo ingenuamente, en mi última visita a La Salada en el 2022, le pregunté a esa "bebé", que hoy ya es madre de varios hijos, si podía visitar la casa.

Me hacía ilusión, aunque sea volver a ver el piso, ya que supongo que habrán hecho muchos cambios, aunque desde Google Earth la casa parece haber mantenido las mismas dimensiones.

Esa “bebé” me atacó, me insultó, me dijo si yo estaba mal de la cabeza por querer entrar a “su casa”, ¡cómo iba yo a molestar a su gente! 

Creo que si no hubiera sido por su madre hasta me hubiera pegado, me decía que yo no tenía ningún derecho.

La bronca me hizo brotar las lágrimas.

La madre me pedía disculpas, me agradecía la bondad de mi viejo, y hasta ahí llegó.

La casita de enfrente no es un lugar que me genere lindo recuerdos, pero me hubiera gustado despedirme.

A la casa de la Abuela en cambio he vuelto cada vez que he podido. La casa sigue casi igual, aunque las inclemencias de la La Salada la han dejado bastante malherida. 

Pero yo soy feliz con solo poner mis pies sobre esas baldosas que me llevan a mi niñez.

 




 

 

 

 

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