Las mujeres de mi vida. Niní (Irene).

 

Las mujeres de mi vida.


Niní (Irene)


Prólogo

Hola, soy Niní, qué alegría verte por acá.

¡Tenía tantas ganas de hablar con alguien! Hace mucho tiempo que me despedí de todos y tenía miedo de que me olvidaran.

Soy la hija de Mario y Rufina. Soy la nieta de Catalina, de Candelaria y Alberto y la mamá orgullosa de Cynthia, Alejandro y Vanesa.

¡Qué placer me da que me otorgues algo tan valioso como tu tiempo! Gracias por darme la posibilidad de contarte mi historia.

Mi vida fue emocionante, intensa, extremista en cierto sentido, es decir de alegrías y tristezas muy profundas, que si la miro desde otro lado parecería ser la de una persona que siempre se puso última en la fila que repartía la felicidad.

Yo me digo que viví lo mejor que pude o que supe, pero de algo estoy segura, aprendí mucho, por eso igual quédate, mi vida merece ser conocida y hasta quizás algo de mi recorrido te sirva.

La vida es un camino de aprendizaje. Lo mejor es aprender con amor, pero si no aprovechamos el amor nos toca aprender desde la razón y si nada de lo anterior resultó, nos toca aprender desde el dolor.

Lamentablemente yo casi siempre lo hice desde dolor.

Y la lección más dolorosa que me tocó aprender fue que hay que amarse primero a una misma ya que la auto traición se paga muy caro.

Mi espíritu, mi ser, fue puesto a prueba desde mi temprana infancia y creo haber aprobado, o por lo menos eso es lo que me dijeron mis hijos.

Ha sido un largo derrotero entre que solté mi lugar de origen y al final volví a él para descansar.

Hoy ya todo es pasado. Los recuerdos se suavizan con el tiempo y ahora me encuentro rodeada de naturaleza, en paz, cerca de los que amo, pero lejos, muy lejos del que amé.

Hace poco mis hijos y nietos vinieron a visitarme, ese fue un día de gloria.

Qué lindo verlos, qué lindo conocerlos, sepan que los amo con todo mi ser y que mi mayor tesoro son y serán ustedes.

Bueno, empecemos por el principio.

Capítulo I. El encuentro de mis padres

Mario y Rufina, mis padres, se conocieron allá por 1938 y fue un amor fulminante a primera vista.

Los que se acuerdan de esa época de novios dicen que nunca habían visto una pareja tan amorosa, tan cómplice, tan armoniosa.

Mario tenía 25 años y Rufina 27 y la vida hasta ese encuentro los había tratado muy distinto.

Rufina venía de una familia numerosa, unida, en la que su padres, Candelaria y Alberto, habían sido bendecidos con ocho hijos. Valeriana, Rufina, Isabel, Wenceslaa, Eulalio, Ramona, Lino y la menor, Amancia.

Vivían a las afueras de Asunción del Paraguay, lugar que hoy ya fue devorado por la ciudad, y allí tenían animales y plantaciones diversas principalmente de caña de azúcar. Era la época en la que casi todo lo que se necesitaba para alimentar a una familia podía ser obtenido por ellos mismos.

Todos los hijos habían accedido a la educación primaria y algunos habían continuado hasta ser verdaderos profesionales de esa época, como lo fue Amancia que fue laboratorista.

La vida era una mezcla de campo y ciudad, perfecto equilibrio para ese entonces.

En cambio, Mario hacía rato que ya era una persona autónoma, independiente, que había atravesado el mayor dolor que un hijo puede vivir, como lo fue el perder a su madre. Además, ya tenía dos hijos, Isabelino Luis y Andrés Adolfo, que para ese entonces tenían 3 años y 9 meses, y apenas 1 año respectivamente.

Por ello al principio Rufina tuvo cierto reparo en aceptar el amor de Mario. ¿¿Cómo podía alguien decir que amaba a una mujer habiendo tenido un hijo con otra hacia menos de un año??

Si, mi mamá tuvo mucho para pensar, y sopesar, antes de tomar la decisión de abrirle las puertas de su corazón, pero el amor fue más fuerte.

Quizás el hecho de que sus padres, Alberto y Candelaria, mis abuelos maternos, se unieran en santo matrimonio el 4 de septiembre de 1937, legitimando a todos sus hijos, eso haya sido como el permiso que recibieron sus hijos para formar sus propias familias.

Para ese entonces Valeriana tenía 27 años, Rufina 25, Isabel 22, Wenceslaa 21, Eulalio 19, Ramona 17, Lino 13 y Amancia 8.

 

Lo cierto es que mis padres parecían destinados a estar juntos hasta que la muerte los separe.

Y así lo hicieron.

Rufina y Mario a la derecha.

Capítulo II. Casamiento de mis padres

Ya eran grandes como para andar alargando el noviazgo, se imponía el matrimonio.

El sábado 2 de septiembre de 1939, en el Registro Civil del Estado Civil Primera Sección de la Ciudad de Asunción Capital de la Republica del Paraguay, a las 8:30 de la mañana se presentaban Mario, de 26 años, soltero, de profesión chauffeur (escrito en francés), hijo de Esteban Recalde de 55 años y paradero “desconocido” y de Catalina Román fallecida en 1931, y Rufina Agüero Galeano, de 25 años (en realidad ella tenía 28) soltera, de profesión empleada, hija de Alberto Agüero, de 61 años, de profesión maquinista y de Candelaria Galeano, de 48 años de profesión ninguna, para darle un marco legal a la unión.

Silvio Benítez, el encargado del registro, les hizo las preguntas de rigor y escribió lo siguiente:

“Como manifestaran su voluntad de casarse y habiéndose hecho la publicación del matrimonio durante el término legal sin que haya habido oposición procedí a leerles los artículos cincuenta, cincuenta y uno y cincuenta y tres de la Ley de Matrimonio y enseguida interrogué a Don Mario Recalde si quería por su esposa y mujer a la Señorita Rufina Agüero Galeano otorgándose él por esposo y marido, a lo que contestó que sí. Luego interrogue a la Señorita Rufina Agüero Galeano si quería por su esposo y marido a Don Mario Recalde, otorgándose ella por su esposa y mujer, y también contesto que sí. En virtud de estas declaraciones, yo el infrascripto en nombre de la ley y en ejercicio del ministerio de que ella me inviste, declaro: Que Don Mario Recalde y la Señorita Rufina Agüero Galeano quedan unidos en legitimo matrimonio por su mutuo y expreso consentimiento.”

Los testigos fueron Guillermo Smith, contador de 42 años y Victor Chaux Miño despachante de aduanas también de 42 años.

Ese mismo día fue el casamiento en la Parroquia de Las Mercedes en la ciudad de Asunción.

Se cumplieron con los tres conciliares proclamas, todas las formalidades que establecía la iglesia y los testigos fueron Miguel Larreinagabe y Elda Valdovinos de Velázquez.

Luego de la ceremonia hubo una fiesta en la casa de mis abuelos, los Agüero Galeano, del lado de Mario sólo había un vacío familiar que se terminaría llenando con el tiempo, aunque sea parcialmente, pero para ello faltarían muchos años.

Para ese momento la familia Recalde Román estaba conformada por mi padre, sus hermanas Genoveva de 21 años, Nieves de 15 años y sus hijos Luis y Adolfo.

Mis padres decidieron quedarse a vivir en la ciudad. Compraron una casa en el Barrio Obrero y mamá abrió un almacén de ramos generales. Papá seguía con su trabajo de obrajero, compra y venta de madera, que lo llevaba a andar por el interior. Puerto Rosario era como su segunda casa.

Al poco tiempo, como era de esperarse, habría novedades.

Mario con sus hermanas De las Nieves (izq) y Genoveva (der) y Rufina detrás.

 

Capítulo III. Mi nacimiento e infancia.

Menos de un mes de casados y yo ya estaba en camino.

La noticia fue recibida con mucha alegría por toda la familia.

Iba a ser el primer nieto/a de los Agüero Galeano, todo un acontecimiento. La que más estaba feliz era mi Tía Amancia. Como hermana menor de mamá, de sólo 10 años de edad, había estado muy pegada a ella y ahora le hacía compañía.

El viernes 28 de junio de 1940, exactamente 9 meses y 26 días después del ‘sí, acepto” llegué al mundo.

Mi nombre, Irene, supongo que habrá sido en honor a una de las tías de mi padre, Irene Recalde Urbieta, pero no lo puedo afirmar con exactitud.

Fui la primera hija mujer de mi padre y la primera, seguramente, de una gran familia que apostaban construir con mi madre.

Mi bautismo fue el 13 de septiembre de 1940, en la Parroquia del Patriarca San José de la Asunción y en mi certificado figuro como “hija legitima de Mario Recalde y Rufina Agüero”.

¡Hija legitima!, cuantos pasos que dimos desde mi abuela paterna Catalina Román, hija natural de Petrona.

Mi madrina fue Josefina Antonia Caballero y mi nombre de bautismo fue Irene Antonia Recalde Agüero, seguramente el Antonia fue en honor a ella, aunque nunca formó parte de mis documentos de identidad.

Mirando un poco qué Santo se celebra el 28 de junio me encuentro con que es San Ireneo, así que mi nombre puede haber tenido algo que ver con ello también igual, prefiero pensar que lo eligieron mi padres por algún motivo y no por el calendario.

Igualmente, desde que nací pasé a ser Niní. Ese apodo me lo eligieron entre mamá y Tía Amancia. Era una forma cariñosa de llamar a las Irene.

Mi infancia transcurría feliz, como la de cualquier otra niña, primero en mi casa y luego entre mi casa y la escuela.

 

La buena educación fue una gran prioridad de mis padres.

Me enviaron a una institución fundada por inmigrantes alemanes en 1893, el prestigioso Colegio Alemán, que luego de la Segunda Guerra Mundial cambió su nombre a Colegio Goethe. Era mixto y aprendíamos, entre muchas cosas, el idioma alemán.

Para cuando me tocó hacer la escuela primaria ya era normal que formaran parte del alumnado niños sin ascendencia alemana, pero como puede verse en esta foto, yo siempre me destacaba. Mis rasgos y mi color de pelo me daban esa sensación de ser única entre tantos.

El uniforme para las chicas consistía en falda azul marino, camisa y medias blancas, con el logo de la escuela en el lado superior izquierdo. Pueden verse las letras CG, Colegio Goethe.

 

Yo soy la de pelo oscuro, corto y enrulado, con mirada austera.

 

Capítulo IV. La tragedia llamó a mi puerta, por primera vez.

Había cumplido 10 años y seguía siendo la única hija de mis padres.

En mi vida de niña toda esa realidad me había pasado totalmente desapercibida.

Veía como las casas de mis compañeros de clase, hasta la de mi tía Genoveva, se llenaban de bebes, pero yo, yo seguía sola.

Mucho no me molestaba, tenía la atención y el cariño de ellos para mí.

Lo que no sabía es que llevaban mucho tiempo queriendo darme hermanos o hermanas y que algo muy doloroso hacía que no pasara.

Mi mamá estaba enferma y su frágil salud hacía que no pudiera ni pensar en volver a quedar embarazada.

10 años donde la alegría inicial por mi llegada ya era un siempre recuerdo lejano.

El amor que tanto los unió al principio se fue haciendo cada vez más amargo. Por más que intentaran estar bien, la salud de mi mamá siempre era algo que angustiaba a mi padre y que le quitaba dicha a nuestra familia, casi imperceptiblemente pero constante.

El tiempo pasaba y las cosas no es que no mejoraban, sino que empeoraban día a día.

Mi mamá se moría por darle otro hijo a mi papá y viendo que la situación no iría para mejor tomó la decisión de tener otro bebé a pesar de poner en riesgo su propia vida.

Y ese fue el comienzo del final.

Lo consiguieron y 1950 empezó siendo una luz de esperanza, pero su fragilidad iba en aumento y parecía que no llegarían al final.

Mi padre estaba en vilo todo el tiempo, ya había perdido a su madre en circunstancias muy dolorosas, no podría aguantar otro golpe así.

Le pedía a dios y a su madre que lo ayudaran, que ocurriera un milagro, pero el destino estaba sellado.

Mi mamá y mi hermano en su vientre recibieron en su lecho de muerte el sacramento de la unción de los enfermos.

Se fueron los dos, el 19 de octubre de 1950 y algo en mi padre murió, otra vez, con ellos.

 

Capítulo V. Huérfana en vida

Se terminó el cuento de princesa para mí.

A mis 10 años tuve que dejar mi mundo conocido, mi hogar, aceptar que mi mamá ya no estaría más en mi vida y mudarme.

Mi papá había tomado la decisión de dejarme a cargo de mis tías, sus hermanas, en realidad de Genoveva, que ya había formado su familia con Luz Bauzá y ya tenían varios hijos, Lutzgarda de 8 años, Jorge Andrés de 6 y Edgar de 3.

La muerte de mi mamá me dejó librada a la merced de lo que los demás querían darme, o a cómo los demás querían tratarme.

Mi papá no me hacía faltar nada desde un punto de vista económico, pero afectivamente siempre estaba lejos.

Y yo me sentía sola, abandonada, traicionada por ese ser que se suponía que iba a cuidar de mí, que iba a ser mi lugar, mi cobijo, hasta que yo decidiera irme.

Pero no, fue al revés, ella me dejó, ella se fue, ella me abandonó.

Hubiera querido que mi papá me dejara estar con mi familia materna, con mi Abuela Candelaria, con mi tía Amancia. Para ellas yo seguía siendo un tesoro a cuidar, sentía el amor que me brindaban, veían a mi mamá viva en mí y eso les daba paz y alegría a la vez. Yo era la primera nieta y sería la última de parte de la adorada Rufina.

Pero no, mi papá decidió que sus hermanas debían cuidarme, como él había cuidado de ellas en su momento cuando murió su madre, Catalina.

Otro sacrificio.

Mi vida en cierto sentido siguió con las rutinas de siempre. Mi lugar ahora era en la pieza de las niñas, junto con mi prima Luci que tenía un par de años menos que yo.

Tía Beba era muy exigente, el cinto era su arma persuasiva. Era dura, como mi papá, no podía reprochárselo, le vida había sido muy dura con ella también.

La escuela se volvió algo más pesada, difícil.

Papá venía a visitarme con frecuencia, pero yo sentía que había poco espacio para mí en su vida. La charla era más entre los adultos y para mí no había tiempo ni energía. Era un hombre de campo, con una vida práctica, en la que ocuparse de los sentimientos de una nena de 10 años, huérfana de madre, era algo imposible de esperar.

¿Será que yo le recordaba a mi mamá y él prefería no abrir la herida?

Tampoco comprendía el inmenso dolor por el que él tuvo que atravesar. En nuestra familia había desgracias profundas que parecían repetirse.

Primero el sufrió la pérdida de su madre, en unas circunstancias horribles que lo dejaron a huérfano a pesar de que su padre todavía estaba vivo, y ahora ésto, el amor de su vida, su Rufina, la persona que eligió hasta que la muerte los separe, se moría, a los 39 años, tratando de darle el tesoro más grande que una mujer puede darle a su amado, otro hijo.

¿Cómo se hace para sobrevivir a tanta desgracia? Creo que mi papá puso toda su energía en su trabajo, ese fue el mecanismo con el cual pudo ir rellenando cada día, descargando esa bronca contra la vida misma.

A sus 37 años se había pasado casi la mitad de su vida llorando y extrañando a su madre y ahora le tocaba lo mismo por el resto de sus días por la muerte de mi mamá.

 

Capítulo VI. La vida continua, la dictadura más larga de Sudamérica empieza.

Pasaron 5 años, yo estaba cursando el bachiller en el Liceo San Carlos de Asunción, una institución privada, muy prestigiosa, que había sido fundada a fines del siglo XVIII.

Los estudios no eran mi fuerte pero nunca lo sentí como un problema o desventaja. Mi deber era sólo crecer para casarme y sinceramente para ello no necesitaba ningún diploma en especial.

En 1955 ya estábamos bajo la dictadura de Alfredo Stroessner, un militar que llegó al poder el 15 de agosto de 1954 por un golpe militar y de la mano del Partido Colorado, y no se iría sino hasta ser derrocado por otro golpe militar el 3 de febrero de 1989.

Fue la dictadura más larga de Sudamérica y sin duda una de las más represivas, violentas y despiadadas que lamentablemente sufrimos los paraguayos por 34 años, 5 meses y 17 días.

En Argentina siempre estuvo esa discusión sobre la cifra de los desaparecidos durante la dictadura militar que sufrieron entre el 24 de marzo de 1976 hasta el 10 de diciembre de 1983. Estaban los que reclamaban por los 30.000, cifra que se popularizó, algunos dicen para atraer la atención internacional a lo que ocurría en el país, y está lo que quedó documentado por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, comisión creada por el presidente Raúl Alfonsín el 15 de diciembre de 1983, a sólo 5 días de haber asumido y recuperado la democracia, y esa cifra ascendió a 8.960 personas desaparecidas.

En Paraguay también tuvimos una Comisión de Verdad y Justicia que investigó los crímenes ocurridos durante la dictadura de Stroessner, que recién pudo llevarse a cabo en el 2008 cuando el Partido Colorado dejó el poder después de 61 años, y la cantidad de desaparecidos documentados por dicha comisión ascendió a 9.923 personas.

Hay que tener en cuenta que la población promedio del Paraguay entre 1954 y 1989 era de 2.5 millones, y la población adulta era de 1.25 millones. En cambio, en Argentina la población promedio durante la dictadura de 1976 a 1983 era de 26.5 millones y la población promedio adulta era de 16 millones.

Stroessner fue realmente un dictador, gobernó apoyado por el ejército y por el Partido Colorado, también a través de la vigilancia de la Policía Secreta o “pyragués” que eran informantes de incógnito, gobernó con el miedo constante que se sembraba entre la población, con el control ideológico de los niños y jóvenes a través de la educación con adoctrinamiento, aplicando la censura total de los medios de comunicación y anulando los derechos civiles, utilizando la represión directa y cualquier otra herramienta que le permitiera mantenerse en el poder.

Fueron 34 años de agonía de los derechos del pueblo sosteniendo el ego de Stroessner y de sus aliados.

Obviamente generaciones de paraguayos fueron marcadas por este periodo tan oscuro de nuestra historia. Creo que nos volvió más temerosos, más cuidadosos, con una obediencia ciega a la autoridad, menos participativos en todo lo que se refería a lo político, más desconfiados del otro, menos abiertos, más para adentro.

Éramos y somos un país mediterráneo, sin salida al mar, y a su vez éramos un país encerrado en nosotros mismos, casi desconocido para el resto del mundo, casi olvidado.

 

Página 48 del Informe Final de la Comisión de Verdad y Justicia, Paraguay 2008

Capítulo VII Llegaron mis 15

Y fue justo al año de ese golpe de estado que llegó mi fiesta de 15, mi quinceañera.

En Paraguay hasta el día de hoy sigue siendo uno de los eventos sociales y religiosos más importantes en la vida familiar. Además de simbolizar el paso de niña a señorita era también una especie de presentación en sociedad.

De la organización de mi fiesta no recuerdo nada, se ocuparon los adultos, lo que sí sé es que me sentí amada, celebrada, y que no quería que esa fiesta se acabara nunca.

Mi vestido era de color blanco, con encaje y además me puse unos aros y pulsera.

La casa estaba llena de familia y amigos.

Fue un festejo inolvidable, aunque era justamente en esas ocasiones cuando por momentos notaba y me dolía la ausencia de mi mamá.

Ella debería haber estado conmigo, eligiendo el vestido juntas, mis aros, mis zapatos, mi torta de cumpleaños. Ella debería haber estado al lado mío en las fotos, feliz de verme crecer, de verme convertir en una señorita.

Pero no pudo ser.

Mi tía Amancia fue siempre mi ángel guardián, ella me amaba por el sólo hecho de existir. Siempre me sentí más que especial para ella.

Y ahí estaba, presente, a sus 25 años era ya un calco de mi madre y el que ella estuviera cerca me hacía sentir menos huérfana.

En mi mundo todo lo que tenía que ver con vivir en dictadura era simplemente transparente, yo no sentía que eso afectara mi vida diaria de ninguna manera, aunque no fue lo mismo para mi familia, en especial para mi papá que siempre estuvo en la vereda de enfrente del Partido Colorado.

Papá fue del Partido Liberal o Partido Azul, que justamente como su nombre indica, se fundaba en la libertad, la igualdad ante la ley y la limitación del poder del estado. 

La fiesta habrá terminado a la hora establecida por el gobierno, ya que las reuniones, y sobre todo nocturnas, se consideraban como riesgos potenciales para el régimen.

Este tipo de medidas eran moneda corriente, el interrumpir la vida social normal de la gente eran herramientas de un gobierno autoritario para reforzar el control social, prevenir la organización opositora y sembrar el miedo. Y realmente lo lograban.

Todos cumplíamos las reglas sin chistar.

Igual para mí fue una fiesta inolvidable.

Yo del brazo de Tía Amancia

A mi derecha está Luis y justo detrás de él está Adolfo

Capítulo VIII. Un antes y un después.

A mis 20 años seguía no teniendo muy claro qué hacer con mi vida.

La vida social en Asunción era en cierta medida asfixiante. Llena de protocolos, de rigideces, había que “saber comportarse”, había que tener clase, lo cual no se condecía demasiado con mi historia familiar en la que la mayoría de las mujeres se había casado después de tener varios hijos o hasta estando embarazadas. En fin, había que mantener las apariencias y yo ya había tenido que hacerlo desde muy chica.

La escuela secundaria se terminó, aunque me habían quedado un par de materias, pero en ese momento no era un gran problema ni un objetivo a seguir persiguiendo.

Tenía un enamorado, Yiye Lauro. A mi lado, firme, ese proyecto de hombre me amaba con locura, yo era sin duda la mujer de su vida. Me hacía sentir valiosa, amada, cuidada, especial. Nuestra existencia parecía destinada al “felices para siempre”. 

Yo, si tengo que ser sincera conmigo misma, me dejaba querer, pero no sentía ese fuego abrasador que supuestamente embarga a los que se aman. Yo sentía que había alguien para mi, especial, al que encontraria o me encontraria en algun momento, pero ese no era Yiye.

Trabajar estaba casi prohibido para chicas de mi condición, parecía que sólo había que hacer tiempo para llegar al matrimonio y allí asumir las funciones de esposa y madre. Una vida limitada a lo que la sociedad entendía que era lo correcto para nosotras.

Recuerdo que con mi pretendiente seguíamos los protocolos al pie de la letra. Él venía a casa los Martes, Jueves y Sábados, de 7 a 8 de la noche o si era verano hasta las 9. Nos sentábamos en el salón a charlar o a escuchar música, mis primos correteaban por la casa y cada tanto nos interrumpían. Mi tía cada tanto aparecía para hacernos saber que no podíamos hacer nada pecaminoso, nada fuera de lugar.

Era como un sistema de vigilancia que hoy cuando lo pienso me digo “qué ridículo” cómo íbamos a conocernos realmente en el medio de tanto control? Pero era lo que se usaba en Paraguay en esa época.

Mucho mantener las apariencias y luego llegar al matrimonio y aguantar.

Lamentablemente la vida te da sorpresas y la que nos dio a Yiye y a mí fue determinante, aunque para él nada parecía ser un obstáculo. Su amor lo superaba todo, pero para mí, que era tonta (o sincera conmigo misma), su amor no era suficiente.

Con un grupo de amigos y mi primo Pupi con su novia Monona.

 

Mientras tanto mi papá no tenía ni idea de qué hacer conmigo, para ese entonces ya se había vuelto a casar y tenía 3 hijos más!!

 

Casamiento de Mario con Fernanda, el vestido se lo hizo mi tía Nieves

Miguel Ángel nació en 1953, María Dalila en 1956 y Mario Fernando en 1960.

Yo por mis adentros le reprochaba el haber pasado página tan fácilmente con respecto a mi mamá.

Ella llevaba sólo 1 año y 10 meses muerta cuando él volvió a contraer matrimonio.

Tanto dolor, tanto llanto, hoy me parecían más que fingidos.

Mi relación con él sólo era con respecto al dinero que me daba para mis gastos, para mis cosas, para mi manutención.

Estaba enojada y quería irme de ahí lo más lejos posible.

Y la oportunidad vino desde el lugar menos pensado, Argentina.

Mi papá con su nueva esposa Doña Fernanda y dos de sus hijos, Miguel Ángel y Dalila

Capítulo IX Volé, el problema fue hacia dónde fui.

Mi hermano Luis hacía rato que vivía en Argentina, en una localidad llamada Villa Amelia, en la Provincia de Buenos Aires.

También se había ido de Paraguay buscando un futuro mejor ya que había intentado trabajar con papá, pero eso no funcionó.

Siempre tuvimos Luis y yo una muy buena relación a pesar de ser medios hermanos. Él estuvo muy presente en mi vida y yo lo apreciaba como eso, como un hermano, a pesar de tener madres diferentes.

Él había hecho su vida en Argentina. Tuvo un hijo al que llamó Luis Alberto, que nació el 9 de mayo de 1957 y lamentablemente la madre murió producto de una infección cuando Luisito sólo tenía 7 meses. Luis tenía en ese entonces 22 años y la mejor decisión que se tomó en ese momento es que a su hijo lo criara la familia de la fallecida.

Al poco tiempo Luis sorprendió con la noticia de que había decidido casarse con una compañera de trabajo, Delia, más conocida como Ñeca, y ella fue su esposa toda la vida. Ñeca viene del diminutivo de muñeca, que se considera como un piropo, como un sinónimo de belleza. La Tía Ñeca era una muñeca para su época.

Enseguida agrandaron la familia. Daniel o Dany como lo conocimos todos, nacería el 13 de diciembre de 1960. Luisito siguió con su familia materna y la integración familiar con su papá, su nueva esposa y su medio hermano fue un tema que quedó siempre pendiente.

Y justamente ese diciembre de 1960 yo me despedí de mi familia “adoptiva”, me despedí de mis amigos, me despedí de Yiye, me subí a un micro de larga distancia e inicié una aventura que me cambiaría para siempre.

No sabía bien hacia dónde iba, pero si tenía muy claro que necesitaba alejarme de lo que ya conocía.

El viaje fue de casi un día. 1.292 kilómetros me separarían de esa parte de mi vida en la que ya no me sentía cómoda ni feliz. Necesitaba nuevos aires, desafíos, salir de ese cúmulo de tristezas que no dejaban de crecer dentro mío.

Las rutas eran bastante concurridas e inseguras. Hicimos algunas paradas que aproveché para comprar algo para comer, tomar, ir al baño, estábamos en pleno diciembre y el calor ya era agobiante.

Ni siquiera llegué a la Ciudad de Buenos Aires ya que el micro tenía parada en la localidad de Liniers que es justo al borde de la gran ciudad. Ahí me fue a buscar mi hermano y me llevó hacia donde iba a pasar mis próximos años.

Llegué para ver a Ñeca en el hospital, había tenido un parto muy difícil y estaba agotada.

Otro varón en la familia Recalde, un bebé sano, vivaz, que lamentablemente nunca le encontró la vuelta a la vida y le puso todas las fichas a la autodestrucción. Pero bueno, en ese momento ninguno de nosotros sabía que Dany iba a morir en los brazos de su madre, antes de cumplir sus 50, años producto de tantos maltratos auto infringidos por consumo de droga y alcohol. Un triste final, uno de los tantos golpes que sufrió la Tía, que hasta sus últimos días no hizo más que dar amor.

Llegué a Villa Amelia, dejé el “corsé” que siempre tenía que llevar en Paraguay, descubrí un mundo nuevo y descubrí una nueva Niní.

Capítulo X. Mudarme al medio del campo.

Villa Amelia, hoy conocida como La Salada, era un lugar humilde, habitado por gente trabajadora, con calles de tierra, sin electricidad ni agua corriente ni nada, al borde del Riachuelo a unos 2 km de Puente La Noria, uno de los puentes que conectaba y conecta la Ciudad de Buenos Aires con la Provincia de Buenos Aires. La electricidad recién llegaría en 1965.

Para darles una idea, La Plaza de Mayo, lugar central de la Ciudad de Buenos Aires, quedaba a 22 km.

La Salada tenía como atractivo unos parques balnearios con piletas de agua salada que eran el furor en los veranos.

El Parque Balneario La Salada que pertenecía a Miguel Machinandiarena, un español de Navarra que se dedicó a la industria cinematográfica en Argentina, era el más renombrado. Tres piletas de agua salada más un lago de agua salada, donde la gente se embadurnaba con el barro que tenía, según decían, propiedades curativas. Vaya a saber qué lo llevó a montar este negocio que nada tenía que ver con su pasión del cine, pero lo cierto es que fue un éxito mientras duró.

A la izquierda, arriba, en segundo lugar, está un joven Mimino que trabajó en el Parque Balneario La Salada.

También otro español, don Manuel Presa, aprovechó para crear el Balneario Punta Mogote que ofrecía, además de las piletas de agua salada, los baños termales que eran de gran aceptación entre el público en general.

En un fin de semana podían llegar hasta 20.000 personas para disfrutar de estas aguas curativas, que surgieron como consecuencia de perforar accidentalmente una napa al hacer los trabajos de rectificación del Riachuelo.

Pero pasado el verano, pasado el furor de los balnearios, Villa Amelia volvía a quedar en silencio.

Haberme ido a vivir ahí era un como haberme mudado al interior del Paraguay.

Yo venía de la ciudad de Asunción que, si bien seguía con su estilo colonial, tenía calles la mayoría empedradas, negocios, electricidad, red de agua y cloacas, transporte público, teatros, cines.

Mi vida social era rica, divertida, los clubes como el Sajonia siempre eran lugares de encuentro y de celebraciones.

Asunción en 1960

 

Así y todo, Asunción no podía compararse con la Ciudad de Buenos Aires.

En el Paraguay, en 1960, éramos 1.880.000 habitantes en 400.000 km2 en cambio en la Ciudad de Buenos Aires había 1.500.000 de habitantes en 203 km2. 

La riqueza y diversidad cultural de Argentina, con las oleadas de inmigrantes europeos que llegaron huyendo de la Primera y Segunda Guerras Mundiales, le había dado un dinamismo, un progreso extra que nosotros no tuvimos en la misma medida.

Volviendo a Villa Amelia, la gente era muy amable, todos se conocían, la mayoría de las familias hacia mínimo una década que estaban instaladas en el lugar.

Había poca cosa para entretenerse y lo más llamativo era un club, donde la gente se encontraba para escuchar música, bailar, jugar al billar, tomar algo, pero a mí lo que más me llamo la atención fue un pequeño aparato en el que se podían ver imágenes y escuchar sonidos, me dijeron se llamaba televisor y que funcionaba a batería ya que electricidad no había. Todo ese “desarrollo tecnológico” que llevó la televisión a Villa Amelia fue gracias a las inquietudes de los jóvenes dueños del club.

Argentina siempre fue un país más avanzado que el nuestro. La televisión había comenzado en 1951, para 1960 ya había varios canales entre públicos y privados, el 7, el 9, el 13 y la programación era variada, atractiva. En cambio, la televisión recién llegó a Paraguay en 1965 así que en ese sentido yo tuve una experiencia mucho antes que mis compatriotas.

Mi vida era bastante simple, por no decir aburrida, hasta que un día todo cambio.

Concurso de belleza en el club. Luis a la derecha con camisa blanca.

Capítulo XI. Mimino (Alejandro Cosme Mallo)

El club era propiedad de la familia Mallo. Eran una mezcla de italianos y españoles llegados a principio de siglo. Una familia trabajadora, emprendedora y de vanguardia. ¡Los chicos habían llegado hasta a ir a la universidad!

El que parecía estar al mando de todo era un tal Mimino, que después supe que su verdadero nombre era Alejandro Cosme y Mimino era una forma cariñosa de llamar a los Cosme en Italia, por Cosmiminos, que trabajaba con su hermano menor, al que todos llamaban Cuqui pero su nombre real era Eduardo. Así que Mimino y Cuqui eran los dueños del club junto a su padre.

Mimino, a pesar de que sólo tenía 21 años, era el que tomaba las decisiones, el que manejaba al personal, el que llevaba las cuentas y al que se le ocurrían estas cosas innovadoras que podían atraer más gente al negocio.

Cuqui y Mimino frente a uno de los parques balnearios.

Con amigos en la localidad de Tigre. Mimino agachado

La primera vez que lo vi sentí algo nuevo, un fuego que me invadía y para el cual yo no tenía forma de apagarlo.

Mimino era un adonis, hermoso, varonil, pelo oscuro, ojos con matices verdes, sus brazos musculosos, sus manos fuertes, con su 1.86 mt y sus 86 kilos era el hombre perfecto. Lo único que no me gustaba mucho era que fumaba. Había empezado muy joven, desde los 16 años según me confeso después, y el cigarrillo lo acompañó toda su vida.

¡Qué hombre apetecible!, desde el primer momento me atrajo con la masculinidad que le brotaba por los poros. Nunca me había sentido así, como en las nubes.

Mis candidatos en Paraguay habían quedado completamente destronados porque ni, aunque se hubieran esforzado no habrían podido igualar a este argentino, sensual, con su facilidad para el chamullo, con su gracia porteña, perfecto.

Obviamente tenía, encantadas y a sus pies, a todas las chicas del lugar, pero yo corría con la ventaja de ser la nueva en el barrio, y además, por qué no decirlo, me consideraba linda.

Esta atracción que yo sentí desde el primer momento, para mi sorpresa, fue la misma que sintió él y mi hermano Luis me aconsejó que no me involucrara con este hombre ya que no lo creía bueno para mí.

En realidad, Luis lo conocía bien desde hacía años y sabía que Mimino era un depredador. Él mismo le había puesto el apodo de “la bragueta asesina de Villa Amelia”.

Mi hermano había aceptado el pedido de nuestro padre de recibirme y tenerme bajo su responsabilidad, tenía que rendirle cuentas de lo que yo hacía y por nada del mundo iba a dejar que su yo  cayera en las garras de este conquistador, que seguro me usaría y me dejaría tirada como a tantas otras.

En Villa Amelia, aunque siempre repetíamos las mismas rutinas, desde que conocí a Mimino ya nada me parecía feo o aburrido.

Simplemente el hecho de estar cerca me daba alegría, me aceleraba el corazón, me sacaba una sonrisa, me sonrojaba.

Esperaba esos momentos con ansias y siempre trataba de seguir con mi cuidado personal básico, aunque caminara por calles de tierra. Mi peinado, mi vestido, mis zapatos, mi perfume, todo eso era para él, aunque él todavía no hacía más que regalarme alguna charla y sonrisas.

Supe que vivía con su familia, su madre una italiana fuerte y tozuda llamada Filomena, su padre Don Antonio, hijo de españoles, de buen carácter y amable. Parece que tenían una hermana mayor pero no vivía con ellos, que ya estaba casada y se había mudado a otra provincia.

Los Mallo eran gente de bien, trabajadores, además del club eran constructores. Se dedicaban a realizar obras públicas como escuelas, o privadas como residencias. Don Antonio era maestro mayor de obras y entre él y sus hijos eran una empresa familiar.

Doña Filomena era una señora de su casa, estaba siempre en movimiento, de joven había sido modista de alta costura y ahora lo seguía haciendo, pero sólo para confeccionar prendas para su propia familia. Se dedicaba de lleno a ser ama de casa, a mantener su quinta llena de verduras, sus árboles frutales y sus animales. Siempre le gustaron mucho los perros y los gatos.

Eran una familia sana, trabajadora, muy valorada en el barrio y, además, al tener el club, eran los que se relacionaban con todo el mundo.

Mimino. Ese nombre sonaba dulce en mis oídos, ya había caído en sus encantos y no habría forma de liberarme de ellos. (Y tampoco quería).

Capítulo XII. Lo inevitable

Transcurría ya 1961, mi vida en La Salada seguía como siempre, en familia.

Me había alejado del Paraguay porque no le encontraba sentido a mi vida y porque estaba harta de las rigideces que me imponía la sociedad y después de todo ese esfuerzo seguía sin encontrar mi camino.

Luis tenía un buen trabajo en la fábrica de calzado deportivo llamada Alpargatas. Ahí había conocido a Ñeca quien trabajaba en la parte administrativa. Ella había dejado su trabajo cuando se casó y se convirtió en madre así que para ella también esta etapa implicaba muchos desafíos.

Yo la acompañaba, pero entre las dos no hacíamos una.

Si hubiera estado en la ciudad de Buenos Aires quizás mi historia hubiera sido distinta, pero donde estaba ahora lo único que me daba felicidad eran mis encuentros con Mimino.

Todos los controles, protocolos, reglamentos que existían en Paraguay para el encuentro con otros, sobre todo de enamorados, ahí en Villa Amelia, no existían.

Yo iba al club seguido y disfrutaba de pasar un momento agradable, de charlar, de coquetear un poquito, aunque siempre mi hermano Luis estaba pendiente o algún otro chaperón que me cuidaba en su lugar.

Veía a Mimino manejarse con habilidad, con soltura, con todo el mundo y en especial con las chicas jóvenes. Eso me ponía un poco celosa, pero es que él era tan atractivo que no podía culparlas por estar embobadas con él.

Era como un imán sexual del cual no podíamos resistirnos.

Una de esas tantas veces en las que fui al club quedé a solas con él.

Un lado mío quería quedarse y entregarse a lo que sabía que iba a suceder, algo que había estado soñando hacia rato, o mejor dicho que no me dejaba dormir. Pero otra parte mía quería huir, de miedo, pánico. Era demasiado hombre para mí, tenía miedo de no estar a la altura, de que me catalogara como tonta, insulsa, y que ahí termine una historia de amor, casi sin empezar.

Yo estaba acostumbrada a jugar a los novios, pero con hombres con los que no me sentía en peligro, pero Mimino era otra cosa, era aceptar quemarse en la hoguera de la pasión o intentar mantener la distancia y el recato y perder la oportunidad de mi vida.

Me sentía una presa, desprotegida, indefensa, y él era el rey, el depredador del cual quería y no quería escapar. ¿Salvarme o entregarme? ¿Qué hacer? No es fácil pensar en esas circunstancias. Todo ese entrenamiento para ser la señorita perfecta parecía no servir de nada o mejor dicho yo quería desterrarla de mi para siempre.

Sentía latir mi corazón desenfrenadamente, y en un momento mi cuerpo se volvió autónomo de mi pensamiento, de los límites que mi cabeza estaba acostumbrada para ponerme.

Había otra gente, pero nosotros dos parecíamos como en una burbuja, el resto desaparecía, sólo estábamos él y yo.

Un beso es piel, es sabor, es olor, es humedad, es la entrada del torrente de emociones que recorre todo el cuerpo.

Pero también un beso puede ser la estacada final para cualquier otra cosa que alguno de los dos se haya imaginado. Puede ser un decreto de muerte.

Un beso puede ser un sí quiero, o un rotundo NO, nunca más, nada más, hasta aquí llegamos.

Un beso puede ser la confirmación del final de una historia que acaba de empezar o puede ser el primero de muchos que van a llegar y una está más que dispuesta a recibirlos.

Con Mimino ese fuego me devoraba, me consumía y finalmente pasó lo que tenía que pasar.

Me besó y yo respondí a ese beso con mi alma entera, fue un “si quiero” y quiero más.

Me besó, lo besé, nos besamos, nos comimos a besos y ahí supe que yo sería de él para siempre.

Sus manos recorriendo mi cuerpo me hacían descubrir mis formas de una manera totalmente nueva.

No me sentía satisfecha, siempre estaba dispuesta a recibir más.

A partir de ese momento ya sólo podía pensar en la próxima vez.

La próxima vez en la que iba a sentir sus labios contra los míos.

La próxima vez en la que me iba a sentir rodeada por sus brazos.

La próxima vez en la que iba a embriagarme su olor.

La próxima vez que……

Obviamente mi hermano se enteró, además de que alguien le fue con el cuento, mi cara de felicidad era imposible de ocultar y tuve que aguantar un reto eterno.

Seguía insistiendo con que Mimino no era la persona adecuada para mí, que seguramente yo iba a ser una más en su lista de conquistas, que tenía que tomar distancia porque iba a salir lastimada y que él debía responder por mi frente a papá.

Yo lo miraba, pero no estaba presente. Mi mente no hacía más que recordar esos momentos vividos sabiendo que no iba a poder hacerle caso a Luis ni, aunque me lo propusiera, porque ya lo había probado y ya me había extasiado, ya no iba poder volver a ser la misma, nunca más.

Capítulo XIII. Debut y …

Me enamoré perdidamente de ese hombre.

Él me hizo odiar todas las reglas aprendidas a fuerza de castigos.

Me sentía amada, deseada, con el alma libre, feliz, radiante, hermosa.

Alguien por fin me aceptaba y me quería, así tal como era, pero a su vez despertaba en mí esos sentimientos recíprocos. Quería ser suya y que él fuese sólo mío.

Tenía que mantener el equilibrio entre mi algarabía, mis desbordes casi adolescentes por este amor que me tenía en las nubes y la compostura frente a la familia.

Llegó mi cumpleaños número 21 y Mimino fue muy dulce con el festejo y los regalos.

Dentro del tiempo que disponía me hizo conocer un poco de la ciudad de Buenos Aires.

Él había vivido en la Capital hasta que sus padres decidieron instalarse definitivamente en La Salada.

Hubo un tiempo en que su mamá estuvo enferma y las aguas termales de la zona le hicieron mucho bien. Al principio iban y venían hasta que un día decidieron comprar un lote y hacerse una casita provisoria que luego se transformó en permanente.

Mimino había dejado su escuela primaria en Capital para terminar en una de la zona, tendría unos 10 u 11 años.

El nivel de enseñanza era mucho más bajo y eso le complicó su paso por la escuela secundaria ya que para ello volvió a la Capital. Pero él era muy inteligente y capaz, terminó sus estudios e ingresó a la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Buenos Aires.

Cuando yo lo conocí ya había abandonado la universidad, una pena porque hubiera sido un excelente ingeniero.

Por todo esto él conocía muy bien Buenos Aires y en esos paseos me hizo descubrir la Plaza de Mayo, la Casa Rosada, la Costanera, la calle Florida, la universidad donde él había estado estudiando, el Teatro Colón, el Congreso Nacional, la Avenida Santa Fe. El subterráneo de Buenos Aires fue algo que nunca había experimentado antes, viajar en una especie de tranvía, pero por debajo de las calles circulando en túneles fue emocionante. De vez en cuando íbamos a ver alguna película a los cines de la calle Lavalle, a sentarnos a comer una pizza juntos y mucho más.

Nuestras salidas eran simples, él quería hacerme descubrir lo bueno, quería que yo también me enamorara de su país, que yo fuera apreciando Argentina y que quizás desistiera de volver al Paraguay y sabía que estando sólo en La Salada eso no lo iba a conseguir.

Un lugar donde todavía seguíamos alumbrándonos con lámparas a querosén no resultaba atractivo para nadie.

Buenos Aires era hermosa, vibrante, llena de vida, de negocios, de gente. ¡Jamás había estado en un lugar con tanta gente!

La arquitectura era impresionante. Con razón le decían la París de Sudamérica. Bastaba con caminar por la Avenida Alvear, por la Recoleta para sentirse como creo que se sentiría la gente caminando por la capital francesa.

Volviendo a la familia, a Luis, toda esta magia hacía que los otros notaran una gran diferencia en mí, me era imposible ocultarlo.

Y eso fue lo que me terminó condenando.

Mi hermano estaba en contacto permanente con mi papá, yo mientras tanto casi había cortado toda comunicación con él, yo seguía dolida, desilusionada.

Cuando mi papá se enteró de mi situación en Argentina me dio la orden terminante de volver al Paraguay.

Ya era una adulta, podría haber dicho que no y quedarme para seguir mi historia de amor.

Yo que ya me imaginaba entrando a la iglesia y diciéndole “si quiero” a la pregunta de “quiere usted por esposo al hermoso, esbelto, fuerte, varonil, encantador, seductor, amoroso Alejandro Cosme Mallo?

Pero a pesar de mi negativa, a pesar de lo que separarme de él significaba para mí, no sé en qué momento de locura acaté la decisión de mi padre y me preparé para la despedida.

Mimino no lo podía creer, ni aceptar.

Me decía que no me fuera, que no lo deje, que teníamos un futuro juntos, que no renunciara al amor que nos teníamos, y yo me moría de sólo pensarlo, me rompía por dentro.

Pero a pesar de tanto dolor no pude plantarme con firmeza frente a mi padre.

Con el corazón roto, con las lágrimas que empezaron a brotar desde que le anuncié mi partida, volví a subirme a ese micro, a recorrer esos 1.292 km y llegué a Asunción, ciudad a la que odié con toda mi alma.

De vuelta en casa de tía Beba

Asunción, Paraguay

Continuará.

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