Las mujeres de mi vida. Catalina
Perth, 29 de abril del 2025
Las mujeres de mi vida
Catalina
Prólogo
Hola, qué emoción que
estés aquí.
Mi nombre es Catalina
y soy bisabuela de Cynthia.
Soy la madre de
Mario, y Mario fue el padre de Irene, o Niní como la llamaban, y Niní fue la
madre de Cynthia.
Quiero contarte mi
historia, quiero que me conozcas.
Hoy estoy en este
lugar oscuro y solitario, hasta desconocido, al que no consigo aceptar del todo,
pero gracias a tu presencia estoy segura de que algo cambiará en mi vida (y en
la tuya).
Hace tiempo que nadie
venía a visitarme. Creí que había caído en el olvido. A veces se me da por pensar que éste es el
destino impuesto a las que no se nos dio la posibilidad de completar el camino.
Pero por suerte
para mí, y gracias a ti, una luz vuelve a iluminar mi existencia.
Tuve una vida fugaz
pero intensa, que no se merece ser pasada por alto, no se merece el olvido. En realidad,
nadie se lo merece.
Pero, si yo no
hubiera existido ¿cuántos otros se hubieran perdido la oportunidad de ser?
Muchos son.
Muchos más serán.
A él lo recuerdo
con mucha ternura. Venía a visitarme sobre todo si tenía problemas, angustias,
dificultades.
Siempre supe que su
amor sería eterno, lo sentí desde mis entrañas.
Él me sacaba de mi
encierro, del frío lugar en el que me habían puesto.
Recuerdo como me tomaba entre sus manos, con tanta ternura y devoción.
Recuerdo
como me acariciaba, la delicadeza y al mismo tiempo el temblor de sus manos. Todo
se mezclaba, el dolor, la bronca, el amor, el desconsuelo.
Se iba siempre con
el alma ligera, tranquila, con respuestas, con esperanza. Es que eso sólo puede
suceder entre seres que han estado tan unidos por una relación mágica.
Hace mucho que no
viene. Y lo extraño.
Sé por qué no
viene. Aun así, lo extraño.
Porque aquellos
momentos eran nuestros. Era lo único que nos quedaba para seguir juntos.
Si tengo que ser
sincera, la verdad es que hace rato que él forma parte de mi mundo.
Pero igual añoro
aquellos encuentros cuando todavía él estaba entre los vivos,
y yo…
yo ya estaba muerta.
Capítulo I Villa
Hayes 1887. Nacimiento. Contexto histórico.
Nací allá por
mediados de 1887 en el pueblo de Villa Hayes, una localidad a unos 30 km al
norte de la ciudad de Asunción, República del Paraguay.
Villa Occidental
era el nombre que antes tenía mi pueblo, y sólo 8 años antes de mi nacimiento estaba todavia bajo
dominio argentino.
Hayes no es un
nombre típico de localidades de mi país, pero sí era el apellido del presidente
de los Estados Unidos Rutherford B. Hayes, quien fue el que firmó el laudo Hayes
que le otorgó al Paraguay la soberanía del Chaco Boreal, territorio en disputa
con Argentina después de la Guerra de la Triple Alianza.
Por ello mi
nacimiento se produjo en territorio paraguayo.
Ya habían pasado 17
años del final de esa guerra, que llegó con la muerte de quien nos había guiado
a esa destrucción, el Mariscal. A primera vista se lo podía considerar un patriota,
pero si medíamos las consecuencias de sus ideas lo cierto es que estuvimos a
punto de desaparecer.
Mi país había
perdido mucho y seguía convulsionado. Habíamos pasado por una guerra sangrienta
y fuimos los vencidos.
Si tenías suerte
llorabas a algún miembro de tu familia, y si no, a tu familia entera la lloraba
alguien que la recordara. La muerte no distinguió entre sexos ni edad.
17 años del final de
una de las guerras más sangrientas de la historia de América Latina y seguíamos
llorando a los nuestros y tratando de ponernos nuevamente de pie.
Duró sólo 6 años,
desde 1864 a 1870, pero murieron entre el 60 y el 90 % de nuestros hombres.
También murieron muchas mujeres y niños, la patria los llamó y ellos se
transformaron en soldados. Pusieron el pecho y no regresaron, porque quienes los
mandaban sabían que iban a una muerte segura.
De los 500.000 que
se suponía que éramos sólo quedó viva, con suerte, la mitad, y de esa mitad la
mayoría éramos mujeres Por ello ni, aunque hubiéramos querido no habríamos
podido contar con la ayuda o la presencia de un hombre en casa. Sólo habían
quedado vivos menos de 3000 en edad de procrear. Nosotras, mamá y yo, teníamos
la suerte de estar vivas.
Si vamos a hablar
con la verdad, más que una guerra fue un exterminio. Fue el genocidio
del pueblo paraguayo en manos de los ejércitos de Argentina, Uruguay y Brasil. La
Triple Alianza.
¿Valía la pena la
muerte tantos hombres, tantos niños y tantas mujeres? ¿Todo ello se justifica
por un pedazo de tierra? ¿Por repartirse lo que primero había robado la Corona
Española a los habitantes de la América del Sur y ahora se disputaban entre
descendientes de españoles mezclados con aborígenes?
El genocidio de
nuestro pueblo es algo de lo que casi no se habla. Genocidios son otros, pero
no el que sufrimos nosotros.
La angurria humana
no tiene límites y a pesar de tantos errores cometidos seguimos y seguiremos
tropezando con las mismas piedras.
El país estaba
arrasado. Habíamos sabido ser un país autosuficiente, con recursos, el progreso
se respiraba en lo cotidiano, el ferrocarril era una realidad, pero con esa
guerra todo había sido destruido.
La misma ciudad de
Asunción, nuestra capital, fue convertida en ruinas. Los vencedores saquearon
desde las casas de las familias pudientes, las dependencias del gobierno, el
congreso, iglesias hasta los cementerios. ¡¡Los cementerios!! ¡Se imaginan esas
almas siendo perturbadas por la codicia sin freno?
Por ello no era
extraño, ni vergonzoso, ni humillante, que desde el primer respiro me encontrara,
como la mayoría de los recién nacidos en mi patria, sin padre.
Mi acta de
nacimiento decía “hija natural de Petrona Román’.
A mi patria se lo
conocía como el País de las Mujeres porque superábamos ampliamente en número a
los varones.
Mi nacimiento, más
que una deshonra, fue el intento de esas mujeres valientes de hacer resurgir la
patria de las cenizas. Ninguna renegaba de tener que compartir a ese hombre con
otras. En ese momento estaba bien, después ya no tanto, pero bueno, cuántos
hombres siguieron actuando igual muchas décadas después.
Era el País de las Mujeres,
era de sus guerreras.
Y si, mi nacimiento
fue en un Paraguay en ruinas, que necesitaba todo, pero los tiempos difíciles
crean “mujeres” fuertes. Y eso fui yo, una mujer fuerte.
Capitulo
II La infancia. Un mundo
sin tiempo
Mi infancia fue simple, rica, llena de
carencias que me pasaban totalmente desapercibidas.
El tiempo no existía, nuestras vidas
no se regían por el reloj.
Se trabajaba desde antes que saliera
el Sol hasta que se escondía. Era una vida sencilla, sin lujos, pero llena de
matices y colores.
Mi madre era una
típica mujer del campo. Sin ningún tipo de instrucción ni educación, pero
fuerte, autosuficiente, luchadora, que criaba animales y mantenía una pequeña huerta.
Estábamos solas, pero así estaban la mayoría de las mujeres paraguayas en esa
época.
Mi infancia estuvo llena de juegos, de
historias contadas a la luz de una vela o de la luna. El campo paraguayo tiene
una energía especial. No podría explicarla con palabras, pero está en el
ambiente, se respira.
No había mucho, pero todo tenía su
encanto. El desayuno con un buen mate cocido quemado con chipa, mbejú o
simplemente pan eran un manjar.
Cuando llegó el momento de ir a la
escuela, lo hice en una de las pocas escuelas rurales que se habían improvisado,
a la que caminaba por lo menos media hora.
No había guardapolvos ni útiles
escolares. Sólo necesitábamos un pizarrón pequeño y prestar mucha atención.
Las maestras eran las únicas mujeres
letradas del pueblo. Mujeres con carácter y, generalmente, solteras o viudas. La
mayoría habían sido esposas de los soldados de la guerra y se habían quedado
solas.
La educación era escasa, pero se
valoraba muchísimo. Saber leer y escribir te convertía en alguien con
oportunidades de progreso.
Yo era muy curiosa y me encantaba
aprender. Era de las pocas niñas que no faltaba nunca. La mayoría abandonaba
después de segundo o tercer grado. Las familias necesitaban que ayudaran en la
casa o el campo, y la educación de las mujeres no se veía como algo necesario.
Como mi madre no sabía leer ni
escribir estaba decidida a que yo sí lo hiciera.
La vida en la casa era trabajo y más
trabajo. Había que alimentar a los animales, juntar leña, lavar la ropa en el
río.
Aprendí el guaraní desde pequeña. Es
la lengua de nuestra tierra. El español era la lengua que se enseñaba en la
escuela, pero el guaraní era nuestro.
Mis mejores recuerdos son de esos
momentos con mi madre. Ella siempre con su delantal, sus canciones y una
energía que parecía no acabarse nunca.
Su risa era contagiosa y su mirada
firme. No tenía tiempo para quejarse, era una mujer práctica, que vivía con lo
que había, sin lamentarse por lo que faltaba.
Mi infancia no fue fácil, pero fue
feliz. Teníamos poco, pero estábamos acostumbradas a esa escasez.
La pobreza se siente cuando uno tiene
con quien compararse y en aquel tiempo, todos vivíamos igual.
No tenía sueños de
grandeza, de lujos, porque no sabía ni siquiera qué soñar, aunque de tanto en
tanto me cruzara con “ellos”, los que siempre habían tenido suerte y parecían existir
en un país muy diferente al mío.
Vivir con lo justo
y necesario, los platos y cubiertos que cumplían su función, cacharros, ropa
que nos regalaban o nos donaban, sólo lo útil, nada que nos llenara el alma más
allá de la propia naturaleza generosa que nos rodeaba.
En ese entonces
todavía estaba mal visto que la gente de la alta sociedad trabajara fuera de su
casa, así que nos correspondía a las clases medias y sobre todo bajas hacer
todo lo que había que hacer para sobrevivir y para que ellos vivieran bien.
Las mujeres trabajábamos
de agricultoras, mercaderas, lavanderas, tejedoras, planchadoras, amas de
leche, aguateras, liadoras de cigarros, cocineras, costureras, carniceras y
más.
Ellos, los
privilegiados, como en cualquier otro país del mundo, había logrado sobrevivir
a estas dificultades. Ellos siempre están del lado del vencedor, aunque tengan
que traicionar a los que dicen llamar “suyos” en los momentos de bonanza.
Por ello, como las
injusticias y los privilegios han existido y existirán siempre, estábamos los
que no teníamos que llevarnos a la boca y los que se paseaban en sus carruajes
suntuosos, vestidos de traje los hombres, o de vestidos de gala las mujeres.
Ellos tenían una vida de reyes, familias que mandaban a sus hijas a estudiar a
Paris, y que aun entre la sangre derramada seguían prosperando, viviendo y no
sobreviviendo como nosotros.
Así y todo, yo era dichosa.
Capitulo III El
amor prohibido 1905-1906
Mi madre fue mi único
sostén, mi hogar, mi todo. Nuestra vida era sacrificada, pero éramos fuertes,
sanas, y determinación por existir nos mantenía en pie frente a tanta miseria.
Toda esa existencia
un poco descolorida, sin más que la idea de afrontar cada día a la vez, se
tropezó con algo totalmente inesperado que hizo cambiar el rumbo de mi destino,
aunque en ese momento no lo percibí de esa manera tan dramática.
Me crucé por
primera vez con él de casualidad, porque ese señorito, esbelto, impecablemente
vestido, no era de andar por mercados ni pueblos con calles de barro.
Esos ojos celestes
me encendieron el corazón y fueron, al final de cuentas, mi perdición (y yo la
de él).
Yo tenía sólo 17
años, después supe que él tenía la misma edad.
Su familia era una
de las más pudientes de la zona. Sus estancias inmensas parecían no tener
límites, la casa de ensueño en la que pasaban sus días contrastaba mucho con el
rancho en el que yo vivía con piso de tierra. Sus campos estaban llenos de
cabezas de ganado, de madera, de recursos y las señoritas de la casa se
educaban en Francia, algo más que obligado para la alta sociedad paraguaya, a
pesar de ser en su mayoría descendientes de españoles.
El venía de una
familia con doble apellido, hijo de vasco español. Hacía mucho tiempo que sus
antepasados habían cruzado el Atlántico para conquistar América.
La familia de su
padre llevaba un tiempo fuera de España, pero no tanto como la de su madre. Si
bien ella había nacido en Paraguay, sus antepasados habían estado por las
nuevas Indias casi tanto como Colón.
En cambio, mi madre
y yo éramos seguramente una mezcla de español e indio guaraní, no teníamos
doble apellido, no teníamos alcurnia y no pensamos que eso algún día cambiaría.
Por ello, desde un principio, esta pasión, este amor
que surgió entre Esteban y yo fue algo totalmente inaceptable, en especial para
su madre.
Para bien o para mal, no contábamos con la
desacreditación de su padre, ya que había fallecido casi 5 años atrás.
Su padre, Don Estevan, falleció joven dejando a Doña
Cipriana a cargo de 8 hijos, dos varones y 6 mujeres. Esteban en ese entonces sólo
tenía 11 años. Él era el mayor de los varones y su madre intentaba, sin mucho
éxito, que llenara ese lugar que había quedado vacante, que fuera el nuevo
hombre de la familia, que ocupara el lugar del padre por lo menos en lo que se
refería a la administración de los bienes y la fortuna que poseían.
Creo que este deseo de su madre, más que ser la
solución y traerle prosperidad y tranquilidad, fue el motivo de su ruina. ¿Cómo
es el dicho? Tiempos difíciles hacen hombres fuertes, hombres fuertes crían
hijos débiles, y estos hijos débiles vuelven a llamar a los tiempos difíciles.
El padre de Esteban había sido un hombre fuerte, y
Esteban se había criado entre algodones y eso lo hizo blando y caprichoso, pero
yo lo amaba así.
Nuestra relación tenía muy pocas posibilidades de
crecer, pero ¿quién puede contra dos adolescentes enamorados?
Capitulo IV Pasión 1906
Nunca me había sentido de esa manera. Siempre había soñado
con el amor, pero nunca estuve ni cerca de imaginar lo que produciría en mí.
El pensar en él embriagaba todo mi ser, era como que
ni el lugar ni el tiempo existieran, todo giraba alrededor de mis sentimientos
por mi amado Esteban.
Me encontraba como en una nube, lejos de mi cotidianeidad,
sonriendo sola mientras lavaba la ropa, cargaba leña u ordeñaba la vaca. Hirviendo
de pasión que ni estando con él se calmaba.
Qué delicia sus besos, qué emoción me brindaban sus
abrazos. Nunca había sentido mis contornos tan reales como cuando él me acariciaba.
El sentir su perfume, su olor, su calor, simplemente me encantaba, me hacía
olvidar de todo lo demás.
Mi madre me miraba como si no me conociera. Es que
esta nueva etapa la tomó por sorpresa, como suele sucederles a las madres.
No es fácil ni sencillo aceptar que la hija que se ha
criado con amor desde ser un bebé indefenso, se va convirtiendo en alguien
independiente que ya no necesita de nuestra ayuda para vivir. Y lo peor, que
hay otra persona más importante que nosotras en su vida.
A pesar de que ella sólo veía augurio de problemas en
esta relación, según ella condenada al fracaso, me permitió vivirla con la
mayor libertad, sabiendo que algún día lloraría desconsoladamente y ella me
ofrecería sus brazos. Las madres tienen un sexto sentido.
A mí me ruborizaba el sólo recordar su olor, fragancia
que me envolvía como el abrigo más bonito que hubiera tocado mi cuerpo.
El sólo saber que íbamos a encontrarnos ya me
aceleraba el corazón y no podía pensar en nada más.
Jamás imaginé que el sabor de los besos, la sensación
de sentir los labios del que se ama contra los míos pudiera ser tan
perturbador, que me hiciera sentir etérea, que me hiciera irradiar un calor que
pudiera ser visto por la gente con la que me cruzaba todos los días, como si me
hubiera convertido de un momento a otro en una estrella luminosa imposible de apagar.
Sus abrazos eran el lugar perfecto del que no quería
despedirme nunca y el tiempo parecía volar cuando estábamos juntos. Nada era
suficiente y las separaciones eran dolorosas, me dejaban llena de tristeza, de
soledad.
Toda mi vida giraba alrededor de Esteban, desde que
abría los ojos hasta que lograba dormirme por las noches a pesar de que su
simple recuerdo me perturbara hasta el sueño.
Y disfrutaba el sentirme amada, sentirme viva e irme
descubriendo como mujer, como su mujer.
Con él me sentía completa, viva, feliz, alegre,
enamorada, ilusionada, deseada.
Con él un futuro distinto, algo que nunca me había
planteado, era posible.
Capitulo V Adelaida. 1907
Éramos jóvenes, sanos y nuestra pasión enseguida
encontró un terreno fértil para crecer.
Con 18 años ya los dos sabíamos que esperábamos a
nuestra primera bendición.
Mi madre, una vez aceptado lo que ya no tenía vuelta
atrás, y yo, vivíamos felices esa nueva vida que crecía en mi vientre. Otro
paraguayo en camino, lo llevaba con orgullo, con felicidad. Esteban seguía mi
lado, amándome y esperando la llegada del primer fruto de nuestro amor.
Pero, de su lado, la furia de su madre no tenía
límites. Doña Cipriana empezó a tomar conciencia real de que perdería a su hijo
con una “cualquiera”, que todos los planes de casar a su hijo con alguien de su
misma clase corrían peligro, que el heredero de la fortuna familiar terminaría
utilizándola para darle bienestar a una que no se lo merecía.
¿Cómo iba ella a abrir la puerta de su casa a alguien
como yo? Era la deshonra misma la que acechaba su propia familia.
Por ello intentó todo lo que pudo para alejarnos. Enviaba
a Esteban a ocuparse de asuntos en lugares remotos, aunque sabía que su hijo no
era capaz de solucionar casi nada, organizaba continuamente eventos para tratar
de que él se fijara en alguien más a su altura, le daba sumas de dinero para
alentarlo en sus proyectos locos como el de dedicarse a la política, pero nada
tenía el resultado que ella esperaba.
Sentía que nuestro amor era a prueba de todo y yo
necesitaba más que nunca que Esteban estuviera a mi lado. Convertirnos en
padres era un cambio fundamental en nuestras vidas y yo sólo podía hacerlo
porque él era mi amor, el hombre de mi vida.
Pero todo cambio cuando llegaron los últimos meses del
embarazo.
De repente él desapareció. No podía localizarlo de
ninguna manera. El sentirme sola, abandonada, me hacía por momentos odiarlo,
sufría su ausencia.
Me sentí sola, perdida y recordaba las advertencias
que no había querido escuchar de mi madre. Para ese entonces me encontraba en
Asunción en casa de unos familiares.
Los días pasaban, la fecha se acercaba, y él seguía
sin aparecer a pesar de que le hice llegar mensajes y una carta con nuestra
dirección en la Capital.
Pensé que finalmente había preferido aceptar las
condiciones de su madre, seguir viviendo esa vida de ricos y olvidarse de este
amor y de su hijo.
Lloraba todos los días y la dicha de saber que iba a
tener un hijo suyo se iba volviendo cada vez más amarga.
Los trabajos de parto comenzaron una mañana de fines
de noviembre. Mi bebé no esperaría a su
padre para nacer.
El 29 de noviembre de 1907, a las 8 de la mañana, en
la casa de la calle Libertad entre Santa Fe y Republica Francesa, nació mi niña,
hermosa, sana, a la que llamé Adelaida Román.
Sólo llevó mi apellido, como yo había llevado el de mi
madre. Otro certificado de nacimiento que diría “hija natural de”. ¿Qué quiere
decir eso? ¿No somos todos hijos naturales?
El 3 de diciembre de 1907, Adelaida quedó inscripta en
el Registro Civil de Asunción, Capital de la Republica del Paraguay.
Pasé unos meses entre la alegría de haberme convertido
en madre y la tristeza, desilusiones profundas por el abandono de Esteban.
Todos esos primeros momentos de transición de mujer a
madre estuve rodeada de esa sabiduría femenina tan esencial para acompañar,
sostener, calmar, entender.
Esa hija que uno ama con locura pero que a veces se
convierte en una carga tan pesada que dudamos de nuestras fuerzas, crecía
rodeada del amor de su abuela y familiares amigos, y yo no perdía las
esperanzas de que mi amado se presentara un día a conocerla, aunque todos me
dijeran que debía olvidarlo, que esa familia no iba a permitir que uno de los
suyos esté con alguien como yo.
Yo era dos personas en un mismo cuerpo. La feliz madre
de Adelaida y el amor abandonado de Esteban.
Capitulo VI Sorpresas te da la vida, dulce y de las
otras. 1909-1923
¿Vieron que toneladas de tristezas pueden desaparecer
en un segundo?
Cuando ya me estaba haciendo a la idea de ser madre abandonada,
Adelaida ya tenía más de 4 meses, el milagro ocurrió.
Todos los enojos, maldiciones, dolores, desconciertos,
se esfumaron en ese instante en el que Esteban finalmente decidió volver y yo perdoné
(u olvidé) todas las amarguras.
Otra vez juntos, nuestro amor curaba todas las heridas
de forma milagrosa.
Esteban dio el paso de su vida, desafió a los suyos, desobedeció
a su madre y formamos nuestra familia más allá de expectativas y prejuicios pesados.
El 7 de abril de 1908 un nuevo certificado de nacimiento
fue emitido en ese mismo Registro Civil pero esta vez Adelaida Román pasó a
llamarse Adelaida Recalde Román. Su padre, Esteban Recalde, se presentaba como
tal y ello quedaba legalizado, aunque seguía diciendo “hija natural de Esteban
y Catalina”. Así que natural, en este caso, sólo quería decir que los padres no
estábamos casados legalmente, ¡pero eso a quien le importaba!
Estábamos otra vez juntos, felices, nos amábamos, los
tres.
Nuestro hogar siguió creciendo, nuestro amor siguió
dando su fruto, y al mismo tiempo crecían nuestras necesidades y aprietos.
En total el señor nos premió con seis bendiciones, seis
hijos con los que formamos un hogar feliz, hasta que dejó de serlo.
El 30 de mayo de 1909 di a luz a Fernando, nuestro
primer hijo varón.
Éramos más que dichosos, el nombre lo había elegido
Esteban en homenaje a su hermano, quien había fallecido de niño.
Al poco tiempo tuvimos la alegría de recibir a Mario,
que llegó el 5 de marzo de 1913. En ese momento no lo sabíamos, pero Mario
cumpliría un rol más que fundamental en nuestra familia.
El 22 de noviembre de 1915 llegó Cecilio Pastor.
El 3 de enero de 1918 llegó Genoveva.
Mi madre, Petrona, seguía siendo mi sostén, mi pilar,
mi ayuda, yo sentía su amor incondicional a pesar de los palazos que nos daba
la vida.
Siempre fue una abuela amorosa que nos seguía ayudando
en todo lo que podía.
Disfrutaba de sus nietos, les daba el amor que suplía
todo aquel que nunca recibieron mis hijos de la familia de su padre.
Ellos seguían con su vida feliz. Las hermanas de
Esteban ya se habían casado con gente que llenaba las expectativas de su clase,
continuaban con la comodidad de siempre, con sus viajes, sus mansiones. Habían
sabido capitalizar las enseñanzas de su madre y se iban convirtiendo en fieles
reflejos de ella.
Mis hijos tenían tías, primos, abuela, y una familia
aún más grande por parte de padre, pero lamentablemente sólo nos encontrábamos
en escasas oportunidades y cuando lo hacían aprovechaban cada momento para
recordarnos que no éramos tan iguales. Las veces que mis hijos han tenido que
quedarse en casa de sus “tíos” los aprovechaban como sirvientes. Venían sin
uñas de tanto limpiar vajilla de la familia. A mí eso me indignaba, pero a
estas alturas Esteban parecía no reparar en ese tipo de maltratos.
Todo ello hacía que los lazos afectivos fueran casi
inexistentes. Si, llevaban la misma sangre, pero el amor, el amor no existía.
En cambio, mi madre era el amor hecho persona, era un
ser más que especial para mis hijos y lamentablemente la perdí en 1921.
Me dejó sola, sin familia, a mis 34 años y con 5 hijos.
Fue dura su partida, me sentí por primera vez
huérfana, ella había sido mi mundo y en cierta forma mi mundo se acababa con
ella. Ya no la tendría para compartir
mis alegrías, ni mis penas.
Me costó mucho aceptar el vacío que dejó en mi vida,
pero mis hijos fueron razón más que suficiente para seguir luchando.
La vida continuaba y otro bebé nos fue concedido.
El 8 de noviembre de 1923 llegó De las Nieves, rubia,
regordeta, de piel blanca y ojos celestes vivaces.
Para ese entonces Esteban y yo ya teníamos 36 años, nos
habíamos convertido en los padres orgullosos de tres varones y tres mujeres, todos
sanos, fuertes y amados.
Y al mismo tiempo él seguía siendo el mismo
adolescente mimado que yo había conocido a mis 17, y eso a veces nos complicaba
la vida.
Capitulo VII El dinero no hace la felicidad, pero ayuda.
1915-1923
Así es, nuestra familia fue creciendo y al mismo
tiempo crecían nuestras necesidades y deudas.
Doña Cipriana planificaba darnos un golpe mortal. Conocía
muy bien a su hijo y sabía cuáles eran sus puntos débiles porque ella misma
había sido culpable de muchos de ellos. Sus esperanzas de recuperarlo estaban
completamente agotadas y su amor se había vuelto rancio.
Quería castigar a Esteban y que eso nos separara.
Cuando decidió dejar de consentir a su hijo sabía que
nos condenaba a todos a la miseria y eso fue el descenso a los infiernos para
Esteban y para nosotros con él.
Que su madre le soltara la mano lo dejaba (nos dejaba)
librado a nuestra propia suerte y eso, eso no podía ser bueno de ninguna manera
ya que a pesar de que Esteban lo había intentado muchas veces nunca consiguió ser
autosuficiente.
Pasamos de vivir medianamente bien a vivir de
prestado.
Ya no estábamos ni siquiera en nuestra casa, sino que,
como simples empleados rasos de campos de otras familias pudientes, nosotros
vivíamos en el rancho humilde que nos tocaba en suerte.
La verdad era que Esteban no era bueno para nada y si
bien intentaba conseguir lo necesario para mantener a su familia, lo cierto era
que ese malestar interior por tener que caer tan bajo, por tener que aceptar
trabajos que antes él, como señorito, propietario, le ofrecía a gente sin
exigirles muchas luces, pero si empeño, hacía que el día a día se volviera muy
difícil. Esteban no tenía muchas luces y tampoco empeño. La vida lo había
tratado con demasiada suavidad y ahora se encontraba perdido.
Imagínense lo que era pasar de vivir una vida de
privilegios, en la cual no tenía que preocuparse básicamente por nada, donde la
comida siempre estaba sobre la mesa, los trajes listos para la ocasión,
carruaje, sirvientes, dinero en el bolsillo, a pasar a no tener nada, con seis
hijos a cargo, a vivir en la miseria, a estar justamente del otro lado del
mostrador, pasar a ser el empleado, el que debía cuidar y atender lo que era de
otros, cuando él había sido el empleador, el señorito de la casa, el dueño.
Yo tenía el ejemplo de mi madre y de todas las mujeres
presentes en mi vida hasta que inicié este camino con él, pero para Esteban era
muy doloroso tener que rebajarse a los niveles en los que estábamos y además
sentir que éramos justamente las mujeres de la casa las que traíamos las
esperadas soluciones.
Adelaida y yo siempre estábamos en movimiento,
vendiendo lo que nosotras plantábamos o cocinábamos, o le sacábamos provecho a
los pocos animales de los que disponíamos.
Fernando para ese entonces ya había cumplido sus 17
años y trabajaba con su padre, quizás era el que se llevaba la peor parte, el
maltrato diario, porque Esteban estaba enojado con la vida y siempre se
desquitaba con los que tenía más cerca.
A la primera oportunidad de salir de ese tormento
diario, se fue y yo lo extrañé, pero no podía hacer nada para que volviera. En
el fondo lo entendía.
Todos seguíamos colaborábamos y eso a Esteban lo hacía
sentir peor.
Las peleas eran constantes, el maltrato y las
borracheras era lo cotidiano para todos.
Nada bueno podía surgir de esa situación.
Su madre fue mucho más allá. Le anunció que él ya no
recibiría más ninguna ayuda financiera por parte de la familia y que, habida cuenta
de todo lo que ya le había dado (y él había despilfarrado) ya no tenía nada que
reclamar como heredero de los Recalde Urbieta.
¿Cómo hacer para darle a nuestros hijos un hogar digno
para vivir, alimentarlos, cuidar la salud, mandarlos a la escuela? Todo se nos
hacía cuesta arriba y si a ello a su vez los delirios políticos de Esteban que
casi siempre terminaban en desastres, estamos frente a una crisis mayor.
El dinero no hace la felicidad, pero la felicidad sin
dinero se hacía muy difícil.
Nuestra relación se volvió agridulce. Momentos
amorosos y otros agrios, amargos y hasta violentos.
Después eran solo momentos feos.
Pero como mujeres no teníamos derecho a la queja,
había que aguantar.
Los que habían sido unos novios amorosos con el tiempo
se transformaban en hombres rancios, que se sentían más hombres si podían
dominar al que siempre se llamó el sexo débil, lo cual es una paradoja porque
ello deja en evidencia lo débiles que ellos mismos son.
Capitulo VIII Contra viento y marea, casamiento. 1924
A pesar de las amarguras, nuestro amor parecía salir más
fuerte de los contratiempos y con mucha alegría nos llevó a tomar una decisión más
que importante.
Esteban y yo nos uniríamos en santo matrimonio. Nos casaríamos
por civil y por la iglesia y así podríamos legitimar nuestra unión y lo más
importante, a nuestros hijos.
Esto me hizo renacer la ilusión.
Lamentablemente mi madre no pudo verme cumplir con ese
sacramento y yo, una vez más, sentí su ausencia. Estoy segura de que ella lo
hubiera disfrutado mucho, se hubiera sentido muy orgullosa de mí, de que por
fin su hija hiciera las cosas bien.
Nuestra unión se llevó a cabo el día 13 de mayo de
1924, en la ciudad de Asunción.
La ceremonia se hizo a las 9 de la noche, ante el director
general del Registro del Estado Civil, Don José María Ávila, donde comparecimos
Esteban y yo y nuestros testigos. Todo se organizó muy rápido, quizás Esteban tenía
miedo de arrepentirse o de que su madre terminara por imponerse entre nosotros.
Lo cierto es que lo hicimos y mi alma por un momento
sentió una alegría y una paz renovadas.
En nuestro certificado de matrimonio, el director
escribió lo siguiente:
“Como manifestaran su voluntad de casarse y no
habiendo oposición alguna, procedí a leerles los artículos cincuenta, cincuenta
y uno y cincuenta y tres de la Ley de Matrimonio y enseguida interrogué a Don
Esteban Recalde si quería por su esposa y mujer a Doña Catalina Román
otorgándose él por su esposo y marido, a lo que contestó que sí. Luego
interrogué a Doña Catalina Román si quería por su esposo y marido a Don Esteban
Recalde otorgándose ella por su esposa y mujer, y también contestó que sí. En
virtud de estas declaraciones, yo el infrascripto en nombre de la Ley y en
ejercicio del ministerio de que ella me inviste, declaro que Don Esteban
Recalde y Doña Catalina Román quedan unidos en legítimo matrimonio por su mutuo
y expreso consentimiento.”
Lo leo y me trae tantas emociones ¡algunas
maravillosas, recordando esa vida juntos, tan llena de risas, hijos, aventuras,
desafíos, y otras tan amargas, tan increíblemente dolorosas que no puedo creer
que hayan pasado las dos en mi sola vida.
El matrimonio en la iglesia fue al día siguiente. En
definitiva, ese sacramento tenía más requisitos que el matrimonio por el
Registro Civil. En el Paraguay de esa época la iglesia seguía ocupando un papel
importantísimo en todo lo que era organización y registro de la vida de los
ciudadanos.
Para ello ya se habían hecho las tres conciliares
proclamas que consistían en anunciar el futuro compromiso de los contrayentes,
para que la comunidad supiera de ello y además pudieran manifestar si hubiera
algún impedimento para que se lleve a cabo. Normalmente el cura lo anunciaba en
la misa o se exponía en algún lugar visible de la iglesia.
Nosotros no tuvimos ninguna oposición, ningún
impedimento canónico como se denominaban a estos en aquel entonces, aunque yo
sintiera interiormente que Doña Cipriana hubiera sido la primera en oponerse, pero
con seis hijos de por medio ya no tenía sentido seguir en esa postura.
El padre Luciano nos unió en casa y luego hicimos una
pequeña recepción para festejar que definitivamente éramos marido y mujer,
tanto para la ley como para los ojos de dios.
Unidos en matrimonio, uno de mis tantos sueños que
finalmente se hacía realidad.
Capitulo IX El tiempo pasa, 1931.
Adelaida ya tenía 24 años, pensar que a su edad yo ya
era madre de dos hijos! Ella todavía
seguía sin formar su propia familia, aunque hubiera muchos dispuestos a
proponerle matrimonio.
No faltaban pretendientes, candidatos, pero Esteban
era muy riguroso y parecía que nadie iba a llegar a cumplir sus expectativas.
Cada vez que veía a su hija conversando con algún
muchacho de su edad ya sabíamos que tendríamos problemas.
Yo trataba de recordarle nuestros encuentros, esa
fuerza que creció dentro de nosotros y que luchó contra viento y marea para
poder triunfar frente al destino que nos parecía impuesto desde la cuna. Pero
todo era en vano, él no entraba en razones y las peleas continuaban.
Ese año Mario cumplió sus 18 años y hacía rato que había
dado ese gran paso al ingresar al Servicio Militar.
Para él esa partida significó muchas cosas: dar ese
paso para sentirse hombre, sentir el orgullo de poder servir a nuestro país y
también una escapatoria de la realidad que se vivía en casa.
Era hermoso verlos crecer a todos, pero daba vértigo
sentir como el tiempo volaba.
En la casa ya sólo estábamos Adelaida, Genoveva,
Nieves y yo, porque Cecilio Pastor, a pesar de ser mucho más joven que Mario y
que le faltaran años para presentarse al servicio militar, decidió también irse
de casa.
Mucho tiempo después me enteré que se metió de polizón
en un barco de guerra y que finalmente fue aceptado como soldado a pesar de que
sólo tenía 15 años!
Su amigo y confidente, Mario, se había ido y él no fue
capaz de soportar el trato al que lo sometía su padre. Era mejor irse.
Tuve que despedirme de otro hijo a causa de Esteban.
A este punto ya no estaba tan segura de si el amor,
por más fuerte que sea, podía sobrevivir a las pruebas que me imponía la
realidad misma.
Yo amé a ese hombre con todo mi ser, pero hacía rato
que ya no estaba tan segura de amar a ese Esteban en el que se había
convertido.
Capitulo X 1931 Otra vez en guerra?
El Paraguay seguía convulsionado.
Había rumores de que otra vez iríamos a la guerra
¡Yo no podía ni pensarlo! Otra vez la muerte nos
tentaba y seguramente caeríamos en la trampa.
Esta vez el conflicto era con Bolivia, que había sido
derrotada por Chile perdiendo su salida al océano en la que se llamó la Guerra
del Pacífico, y ahora buscaba garantizarse una salida al Atlántico quedándose
con parte del Chaco Boreal que le brindaba el acceso vía el Rio Pilcomayo.
Hacía rato que estaban intentando definir las
fronteras, pero los cuatro tratados de límites que se presentaron entre 1879 y
1907 no fueron aceptados por ninguno de los dos países. Habían pasado 24 años
de ese último intento y el conflicto no había hecho más que crecer. (La Guerra
del Chaco entre Bolivia y Paraguay lamentablemente tuvo lugar entre el 9 de
septiembre de 1932 y el 12 de junio de 1935).
En medio de todas esas tensiones nuestra situación
familiar iba de mal en peor.
Los hijos varones nos abandonaban y las mujeres trabajábamos
de sol a sol y debíamos a su vez ser soporte para Esteban, que cada vez estaba
peor.
Mario cada tanto venía a visitarnos y en esos momentos
recuperábamos un poco la calma. Su presencia siempre imponía respeto y orden, a
pesar de ser muy joven era muy juicioso y responsable. Su padre, a
regañadientes, parecía recuperar la cordura.
Pero él no podía estar cuidándonos todo el tiempo.
En noviembre de 1931 nuestra vida seguía tan miserable
como siempre.
Adelaida en sus años floridos, era condenada a
marchitarse por su mismo padre.
Fernando ya era un simple recuerdo, no teníamos
noticias de él desde hacía mucho.
Mario estaba en el Ejército.
Genoveva con sus trece años y Nieves que recién
cumpliría el 8 de noviembre sus 9 años, eran dos criaturas a las que
intentábamos que no les llegara la tristeza que hacía rato nos inundaba el
alma.
Esteban no podía con sus propios demonios, la desilusión
de ver su propia vida convertida en algo muy lejano de lo que él se había imaginado,
le arruinaba cada vez más el presente.
A veces me parecía que él prefería no seguir viviendo,
que sus fuerzas habían llegado al límite.
Yo entendía su angustia, su vergüenza, pero a su vez teníamos
criaturas que alimentar y eso no podía esperar.
Además, no podía ni siquiera imaginarme la vida sin él
a mi lado.
Habíamos pasado muchas cosas juntos y yo soñaba con
que algún día encontráramos la paz que nos permitiera disfrutar de lo que nos
quedara de vida en armonía, viendo crecer a nuestros nietos.
Capitulo XI La tragedia 14-11-1931
Ese sábado comenzó como cualquier otro.
Levantarnos temprano, todavía la oscuridad era nuestra
compañía.
Empezamos a prender el fuego para preparar el desayuno,
hacer el mate cocido quemado, pan, mbeju, chipa.
Esteban se fue para el monte para comenzar con sus
tareas.
Nosotras nos quedamos haciendo las cosas de la casa. Ordeñar
las vacas, darle de comer a las gallinas, gansos, pavos y cerdos.
Había que despertar a Beba y a Nieves, todavía ellas seguían
con sus rutinas de niñas, la escuela era su actividad más importante pero como
era sábado podían ayudar con lo que estuviera a su alcance.
Con Adelaida salimos al itinerario de siempre. Ir al
mercado, vender, comprar, y la vuelta a la misma hora de siempre.
Pero no, no fue un día como cualquier otro.
Volvíamos caminando cargadas y ese torbellino de polvo,
junto al relinchar del caballo, nos dejó desorientadas, sin poder ver qué se
nos venía encima.
Todo fue muy rápido.
Primero Adelaida. Recuerdo horrorizada sus gritos y los
míos, forcejeos, el sentir que el tiempo se habia detenido, segundos que eran eternos mientras me
encontraba paralizada frente a tanta locura, o tratando de detener lo
inevitable, golpeando, gritando con furia, escuchando sus llamados ahogados y luego el silencio.
Después se abalanzó sobre mí, sentí ese mismo cuchillo
entrando una y otra vez en cuerpo, ese mismo que hacía nada había terminado con
la vida de mi hija. Pero yo no quería defenderme, prefería mil veces morirme al
lado de ella que salvarme.
El dolor era indescriptible. ¿Qué locura estaba sucediendo? ¿Como podía estar pasándonos eso a nosotras?
¿Vivíamos en un pueblo tranquilo, de gente
trabajadora, amable, cristiana?
Era como vivir una pesadilla, rogaba despertarme de
ese sueño, pero no, no era un sueño y no pude hacer nada, ni por ella ni por mí.
Mis últimos recuerdos fueron las visiones del cuerpo
de Adelaida, salpicado de sangre, en ese camino de tierra, con nuestras
canastas esparcidas y lo poco que traíamos rodando por el suelo.
No tardó el pueblo en enterarse de este espantoso
crimen.
La gente corrió para encontrarse con la tristeza de
que no había nada que hacer.
Dos mujeres, madre e hija, asesinadas a sangre fría
con un arma blanca.
Enseguida se trató de ubicar a Esteban en el campo y a
Mario, que estaba haciendo su servicio militar cerca.
Era demasiado dolor.
La muerte de mi hija y el saber lo que iba a provocar
en el resto de mis hijos, sobre todo en Mario.
Y además me carcomían las dudas.
¿Cómo haría Esteban para seguir viviendo sin mí? Esteban
el amor de mi vida, el padre de mis 6 hijos, el que me había hecho creer que soñar
era posible. ¿Me lloraría? ¿Me
extrañaría? ¿Podría hacerse cargo de las niñas? ?
Ni Esteban ni Mario pudieron llegar a presenciar
nuestro entierro.
Los vecinos del pueblo ayudaron a cavar dos tumbas ese
día en el Cementerio de Caacupé mientras un albañil, un agricultor y un
peluquero realizaban la denuncia de nuestras muertes en el Registro Civil. Primero
quedó asentada mi muerte y luego la de Adelaida. Yo figuré como carnicera y mi
hija como costurera y eso que éramos mucho más. ¡Ni siquiera mi madre tuvo un
lugar en mi Acta de Defunción!
La hora establecida para nuestra muerte fue cerca de
las 14 y el lugar el Paraje San Vicente de la Compañía Cabañas. La Compañía Cabañas
es un lugar, Cabañas indica una división territorial, no una empresa, que se
encuentra a 4.8 km de Caacupé.
Igualmente parece que el pueblo quería recordarnos, querían
rendirnos homenaje y colocaron dos cruces allí justamente donde nos
encontraron.
Con Adelaida me convertí en madre y cuando a ella ese
ser despreciable le quitó la vida, agradezco el haberme muerto a su lado.
Ese día quedó gravado en la memoria y en el corazón de
muchos.
Genoveva y Nieves tuvieron que aceptar la cruel realidad
de que esa despedida, de ese sábado por la mañana, había sido la última.
La próxima vez que vieron a su madre y a su hermana
fue cajones, en el velorio, en el que el llanto desgarraba los corazones de los que ahí estaban.
Sabía que la vida no era eterna pero nunca imaginé que
terminaría de esta manera.
Lamentablemente la familia que habíamos creado con Esteban, después de tan terrible tragedia, quedó rota. Sólo el dolor podia esperarse despues de semejante atrocidad.
Mis hijas Genoveva y Nieves fueron acogidas por la familia de Esteban.
Mis hijos ya eran lo suficientemente grandes como para
valerse por sí mismos.
Y Esteban nunca volvió.
Quizás el sufrimiento fue tan grande que le consumió el alma.
Lo amé, lo entendí y lo perdoné. Hubiera sido terrible que así no lo hubiera hecho ya que en ese caso me hubiera tocado aceptar que compartir mi vida con él había sido el mayor error que yo había cometido en mi existencia.
El tiempo fue pasando y con ello cubriendo con el
manto del olvido nuestras vidas.
El que siempre estuvo cerca fue Mario.
Lo percibí cuando estaba en mis entrañas, sabía que nos unía una fuerza especial, indestructible y así seguía.
Era él el que mantenía nuestras tumbas en buen estado,
el que nos visitaba, el que se acercaba a hablarnos, o hablarme, porque nunca
pudo aceptar la idea de que su madre ya no estuviera cerca.
En ese noviembre de 1931 a Mario sólo le faltaban un par
de meses para cumplir sus 19 años, pero ya era un hombre hecho y derecho.
Se había prometido recuperar a sus hermanas en cuanto
tuviera posibilidades para ello y cumplió con su palabra.
Genoveva y Nieves pasaron a estar bajo su tutela, las cuidó como se cuida a un tesoro invaluable.
Más que un hermano fue como un padre, el padre que reemplazó
a aquel que había desaparecido dejándolos huérfanos, huérfanos de vivo.
Mario se convirtió en padre con sólo 21 años y a los 24
nació su segundo hijo. Dos varones, Isabelino Luis y Andrés Adolfo. Lamentablemente no prosperó la relación con la madre de sus hijos y esa
historia tuvo un final.
Luego conoció al amor de su vida, Rufina. Se casaron un
2 de septiembre de 1939 y el 28 de junio de 1940 nacía Irene o Niní.
Lamentablemente esa relación tuvo el peor de los finales y Mario tuvo que sufrir
nuevamente por la muerte de un ser amado.
Parecía que la felicidad se le escapaba entre los
dedos, parecía condenado al sufrimiento.
Mientras tanto Genoveva como Nieves habían formado sus
propias familias y mis nietos seguían llegando. Lutzgarda (Luci), Jorge Andrés
(Pupi), Edgar, Hugo Nelson y Digna (Reinita).
Finalmente, Mario contrajo nuevamente matrimonio con
Fernanda, el 14 de agosto de 1952. Y tres nietos más completaron la familia: Miguel Ángel, Dalila y Mario Fernando.
Me quedan las ganas de saber de mis otros nietos, los
hijos de Fernando y de Cecilio Pastor, esos dos hijos que no volví a ver nunca y que espero no me hayan olvidado, porque yo no lo hice.
Con Adelaida pasamos más de 20 años en ese lugar de Caacupé hasta
que se decidió relocalizar el cementerio.
Cuando Mario se enteró decidió que ya era tiempo de
llevarnos a la Ciudad de Asunción.
Y fue así como nuestros restos fueron trasladados al panteón
de la familia Bauzá, esposo de Genoveva.
Y desde entonces ahí estoy.
Mario no sólo siguió visitándome, sino que fue el que
me sacó muchas veces de mi encierro.
Él era tan especial que no le bastaba con estar cerca mío,
sino que sentía la necesidad de acariciarme.
Si, él era el que tomaba mi cráneo entre
sus manos, con tanta ternura y devoción.
Sus caricias, la delicadeza
y al mismo tiempo el temblor de sus manos eran un bálsamo para mí y para él.
Capitulo XIII Final feliz
Va llegando la hora de despedirme, no es fácil resumir
una vida, pero lo intenté.
Quiero agradecerte tu tiempo, el haberte detenido un
poco en mi historia, algo que me ha llenado de luz y de paz.
Como pudiste leer, fui amada desde que llegué a este
mundo y amé con toda mi alma al amor de vida y a cada uno de mis hijos.
Lamentablemente la muerte me llegó joven, a los 43 años, pero para suerte o desgracia, pude acompañar a mi hija Adelaida.
Pero no todo son
tristezas. Hace rato que ella y yo estamos muy bien acompañadas.
Cuando llegamos nos
recibió con una alegría inmensa mi madre, Petrona, y desde entonces nos hemos
reencontrado con Fernando, Mario, Cecilio Pastor, Genoveva y Nieves y ya he
recibido a muchos de mis nietos también como Luis, Adolfo, Niní, Dalila, Edgar
y el último en llegar fue Pupi.
A todos los
recibimos con los brazos abiertos y la fiesta continúa en el cielo.
Este fue mi camino. Gracias a los pasos que yo he
dado hay muchos que pueden seguir dando los suyos.
Te deseo Buen Camino, que avances, liviano, disfrutando
del paisaje y de las circunstancias y que sepas que tanto yo como todos los que
ya hemos partido, estamos cuidándote y deseándote la mejor de las suertes.
Te preguntarás qué
pasó con Esteban, por qué no lo nombro.
Tengo una razón más
que importante: él fue el que nos asesinó a Adelaida y a mí.
Catalina





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