Y rasguña las piedras

 

Maisons-Laffite 3 de Febrero del 2022.

Cuando nací seguramente tenía muchas ganas de existir, de vivir, de ser alguien, de tener experiencias, de pasar desafíos.

Me recuerdo, alrededor de los 5 ó 6 años, subiendo el paredón de entrada de la casa de mi abuela para ubicarme en el techo del garaje. Nada muy femenino. Subir implicaba confiar en la fuerza de mis brazos, en la rapidez de mis piernas para poder darme el impulso para trepar, implicaba también algún raspón con el cemento de las paredes en las rodillas o en la panza. Pero llegar ahí, sentarme y mirar la calle desde “tan” alto, me daba una dicha indescriptible. Era uno de mis lugares favoritos.



En ese entonces me sentía poderosa, que me tenía a mí misma para empujarme, para acompañarme, para inventar juguetes, construir casitas con un par de maderas, para nadar en la pileta de La Candela, o para pasarme un buen rato atrás de la rompiente en las playas de Valeria del Mar, lugar al que fui regularmente desde muy chica hasta mis 11 o 12 años.

Fui de las que hacía la vertical en cada pared que encontraba, saltaba a la soga y al elástico, escalaba las columnas de hierro del patio de la casa de la abuela, alguien a quien le gustaba correr, jugar con otros.

Aprendí a andar en bicicleta gracias a mis amiguitas de la infancia, Puchi y Betty. Ellas tenían la suerte de tener una bicicleta super linda, de esas con el manubrio alto y curvo, y las recuerdo corriendo al lado mío, sosteniendo la bici y luego soltándome para ver si le encontraba la vuelta. Me debo haber caído, como todos, pero extrañamente de eso no me acuerdo. Aprendí a andar en bici y no me olvidé nunca.

También en ese entonces tenía confianza en mis ideas, opiniones, en mi juicio. Me decían que era madura para mi edad. El creerme infalible me hizo lastimar a algunos.

En otros aspectos me sentía de lo mas insegura, inseguridad que fue en aumento cuando fui creciendo, porque yo tenía que decidir por ejemplo como vestirme, o como interactuar con la gente nueva que iba apareciendo en mi vida. De lo extrovertida que fui de chica me fui transformando en introvertida, cerrada, ermitaña.

Tenía mis razones, mi realidad familiar, lo que para mi era “normal” no era lo que yo veía en el resto de las personas que conocía, y sabía que esa normalidad no era como a mi me gustaba vivir, así que prefería simplemente mantener una sombra sobre parte de mi historia para no tener que entrar en detalles. Me costó mucho dar el primer paso, hablar, contar mi realidad, pero cuando lo hice fue como sacarme una montaña de piedras de la espalda.

En lo que se refiere a mi experiencia como estudiante ahí no tuve nunca inconvenientes, ahí me sentí siempre poderosa (salvo uno o dos pequeños traspiés que no dejan de ser divertidos a la distancia). Siempre aprendí, pasé exámenes, me destaqué. Este aspecto del crecer no fue nada complicado para mi tanto en el jardín de infantes como en la universidad. Empecé el jardín de infantes con 4 años (mi cumpleaños es el 11/01) y al año siguiente, mi mamá decretó que yo era muy inteligente para destinar mis 5 años al jardín, entonces con la ayuda de mi abuelo paterno alteraron mi partida de nacimiento haciéndome “nacer” un año antes. Entré a primer grado y recién al final del año mi mamá blanqueó la situación en la escuela. Mi maestra, la Srita Beatriz, le dijo que yo había tenido suerte porque me había adaptado sin problemas, así que pasé a segundo grado y así seguí. ¿Qué hubiera sido de mi vida si hubiera disfrutado de mi año de preescolar? Nunca lo sabré.

Fui a la universidad de Buenos Aires con mucho miedo y a su vez con mucha determinación.

Mi papá había pasado por la experiencia, pero no se había recibido. Hizo algunos años de la carrera de ingeniería. Él me decía que en la UBA yo iba a ser un número, que me iba a ser muy difícil cursar y recibirme. En ese momento justo aparecía la Universidad de Lomas de Zamora y mi papá la veía como la mejor opción para mí. Pero hacia rato que yo había aprendido que, para crecer y salir de mi ámbito familiar, el cual seguía sin gustarme, debía hacer exactamente lo opuesto a lo que mi papá me decía.

Hay gente que tiene la habilidad de ser un buen ejemplo y conviene, quizás, tratar de imitarlos.

Hay otros que son malos ejemplos, y también enseñan, pero al revés. Te muestran lo que no hay que hacer.

Ese era el mensaje que yo decodificaba de los consejos de mi papá. Lo que el me sugería era lo que yo no debía hacer.

Y así seguí, eligiendo mi camino, mis objetivos, mis desafíos, hasta que decidí dejar todo eso atrás, convertirme en esposa, madre, dejar mi país, mi idioma, mi familia, mis afectos, mi territorio conocido, mis gustos, en fin, dejarme un poco yo.

Dentro de poco habrán pasado ya 20 años de este desvío.

Ya va llegando el tiempo de retomar mi camino, porque cada uno de nosotros tiene el derecho a ser la mejor versión de si mismo, a brillar con luz propia, a desplegarse, a recuperar esa sensación de autosuficiencia, de confianza en mí misma que tenía esa Cynthia que fui hace tantos años.

El desafío frente al que me encuentro, que quizás sea el mismo para la mayoría de las madres, es que hace mucho me puse en un segundo lugar en mi propia historia, después en un tercero, no se como llego el cuarto, el quinto y así seguí retrocediendo.

La Cynthia que trepaba paredes me habla, pero está tan lejos que ya no la escucho.

De tanto en tanto siento murmullos, me siento despierta.

De tanto en tanto llego a comprender lo que me dice. Me alienta, me dice que todavía está ahí, que soy única, fuerte, que todavía puedo sentirme poderosa, que todavía tengo caminos por recorrer que me hagan sentirme feliz, plena, valiosa como individuo, como ser.

Pero el ruido que me rodea, mi cerebro empachado de imágenes, de diálogos, de previsiones, obligaciones, de tiempos muertos, me deja sorda hacia mí misma.

Apagar nuestro tumulto mental es de por si un desafío, requiere de mucha constancia, de compromiso y a veces el aturdimiento también es una anestesia.

Hace un tiempo escribí “tengo que hacerme lugar en mi propia vida”.

¿Tan complicado puede ser? ¿Tan gigantescos son los muros en los que encerramos nuestros propios sueños que nos parece imposible poder atravesarlos? ¿Que nos hacen pensar, sentir, que nunca los tuvimos?

Por suerte siempre hay algo que nos viene a sacar de esta vida en automático, siempre hay algo que nos hace sentir que estamos viv@s y generalmente, si hemos estado jugando a las escondidas con nosotr@s mism@s, esas sensaciones serán dolorosas.

Porque las muertes duelen, y darnos cuenta que nos olvidamos de nosotr@s duele.

Pero ese dolor nos da otra vez la oportunidad de elegir, nos da una nueva chance de resurrección.

Vivir esa sensación de plenitud, de bienestar, de satisfacción, que es como una llama que desde adentro nuestro nos va dando el calor necesario y que luego nos permite emitir nuestra propia luz, eso es lo yo que quiero para mí.

Estamos en este mundo para aprender, hacemos lo mejor que podemos, después de todo somos “seres humanos”, seres imperfectos que buscamos la felicidad con las herramientas que tenemos.

Errar es humano, perdonar es divino, dice el dicho.

Yo prefiero creer que perdonar también es humano. Porque si no nos perdonamos nos condenamos, si no nos perdonamos no podemos darnos otra oportunidad, si no nos perdonamos pecamos de rigidez, y lo rígido se rompe, se quiebra.

Tratarse como si uno fuera su mejor amigo, ese es un buen consejo.

Uno no le dice a un amigo, al que todo le sale mal, que ya no tiene remedio. Uno siempre da esperanzas porque la posibilidad de cambiar es siempre eso, una posibilidad. Y en último de los casos, si tenemos un amigo con sentido del humor, podemos decirle que no es totalmente inútil porque, aunque sea, sirve como mal ejemplo.

Lo mismo vale para un@.

Yo me digo a mí misma que me perdono por el olvido y que tengo ganas de darme la oportunidad de ser.

Cynthia

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